El sonido de los cuernos de guerra resonó en la noche, arrancando a Calia de su ensimismamiento. Desde su prisión como ella le llamaba, escuchó el estruendo de botas apresuradas y gruñidos que anunciaban el caos en la ciudad. Se puso de pie de un salto y corrió hacia la ventana, intentando vislumbrar lo que ocurría.
El patio estaba sumido en llamas. Sombras feroces se movían entre el fuego y los destellos de lobos lanzándose sobre hombres en un combate sangriento que se libraba. La puerta de su habitación se abrió de golpe y un soldado entró a toda prisa.
—Mi señora, la ciudad está bajo ataque. Debemos llevarla a un lugar seguro.
Pero antes de que pudiera moverse, otro cuerpo impactó contra el soldado, derribándolo. Aleckey apareció, con la mirada oscurecida por la furia y el rostro manchado de sangre enemiga.
—Nadie la toca —gruñó con voz gutural. El soldado tembló antes de asentir y salir de la habitación a toda prisa. Aleckey se giró hacia Calia y la tomó del brazo con firmeza. —Vas a quedarte aquí, ¿entiendes? No saldrás hasta que yo lo diga —ordeno hacia la monja que estaba aterrorizada.
—¡Déjame ver qué ocurre! —protestó, intentando zafarse, pero el alfa no cedió.
—No tienes idea de lo que sucede ahí afuera, monjita. Esto no es un juego, es un ataque. Y los humanos no sobreviven en esos ellos.
Pero Calia no podía quedarse de brazos cruzados. Cuando Aleckey salió, cerrando la puerta tras él, corrió de nuevo a la ventana. Lo que vio la dejó sin aliento.
Los soldados en su forma de lobos desgarraban a los invasores con brutalidad despiadada. Los gritos de agonía de los enemigos se mezclaban con los aullidos de guerra. La luna brillaba sobre la masacre, haciendo que la sangre resplandeciera como un charco de rubíes en la tierra mientras que Aleckey lideraba aquel grupo de bestias.
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