Qué vergonzoso.
Roberto se agachó, tomó el sostén y me lo pasó.
―¿Es tuyo?
Vaya pregunta. ¿De quién más podía ser? ¿De él? Se lo quité. Podía sentir que la sangre me subía al rostro y lo sonrojaba por completo. Su ojos desfilaron de arriba abajo por mi cuerpo con interés, luego se detuvieron en mi pecho. Me había puesto una blusa de chifón y un abrigo encima. Ahora que no tenía sostén, la blusa transparente se había transformado en una bolsa de plástico traslúcida. Todo se veía de un solo vistazo. Me envolví en el abrigo con desesperación y sujeté con fuerza el sostén en mis manos. Debía verme muy incómoda en ese momento. Me había puesto en desventaja. Al parecer, sería imposible cualquier negociación acerca del divorcio.
Quería arrancarme de esa situación sin demora. La mirada en sus ojos parecía más ardiente que hace rato. Podía sentir el peligro en el aire. Me apreté el abrigo y avancé lentamente hacia la puerta. Él le dio un jalón al abrigo y escuché cómo se desgarraba. Estaba al borde de las lágrimas.
―Perdón, pero este no es un abrigo de marca. Se romperá si lo jalas demasiado.
―Eres la señora Lafuente. ¿Por qué te vistes tan mal?
No aflojó mientras hablaba. De hecho, quizás usó más fuerza para aferrarse a mi abrigo.
Escuché que se desgarraba de nuevo. La pobre manga se rompió sin más y dejó mi hombro descubierto. Sonrió con felicidad.
―¿Esto cuenta como “tirar para el otro lado”?
―No seas burdo. Eso es un eufemismo para «gay».
―Pues de todos modos crees que soy un pervertido.
Me soltó. La manga colgaba flácida, como la floja orejita de un cerdo. ¿Cómo se supone que saliera a la calle así? Entonces, escuché que tocaban la puerta. La voz temblorosa de su secretaria sonó.
―Señor Lafuente, la señorita Ferreiro está aquí.
¿Acaso se había quedado en blanco a causa del susto que le dio Roberto? ¿No estaba yo ahí dentro? Roberto se dio la vuelta y volvió a su asiento detrás del escritorio.
―Bien. Que pase.
Se abrió la puerta. Pude escuchar los tacones contra el suelo. Ya no había tiempo. Me aferré al abrigo con una mano y con la otra tomé el sostén. Mis ojos escudriñaron el cuarto antes de decidirme a correr hacia el enorme guardarropa de Roberto. Era un hombre extremadamente vanidoso. Tenía un armario en su oficina. Estaba lleno de trajes y camisas. Las puertas estaban diseñadas al estilo de una cerca, con delgados listones de manera verticales. Podía asomarme entre los huecos y ver lo que pasaba afuera.
Vi la silueta de una hermosa mujer entrar a la oficina. Llevaba un vestido blanco y un abrigo corto de piel sobre los hombros. Sabía exactamente quién era con sólo verle la espalda. Era Silvia. Recordé que siempre usaba blanco, nada más.
―¿Alguna razón de tu visita inesperada?
―¿No querías conocer a Carlos? Está libre esta tarde. Pensé que podríamos comer juntos.
La voz de Silvia era agradable al oído pero era difícil reconocer la emoción en su tono. «¿Quién es Carlos?», me pregunté. Luego escuché que Roberto dijo:
―¿Quieres que juegue al chaperón?
―No me molesta si llevas a alguien más. Aunque tu tarde está bastante ocupada, ¿no?
―Espérame afuera. Salgo en un minuto.
Terminaron la conversación y Silvia se fue. Yo seguía hecha un ovillo en el enorme guardarropa. De repente, alguien abrió las puertas y la luz me dio justo en la cara. Me sacó del armario y comenzó a hurgar entre su ropa.
―No ensucié nada ―le dije.
―Iremos a comer más tarde ―dijo sin voltear la mirada.
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