Me senté en el restaurante suntuosamente decorado. Todos los que pasaban junto a nuestra mesa eran gente hermosa vestida en prendas igualmente elegantes. Me veía fuera de lugar con mi abrigo largo. El solo acto de cortar mi filete me tenía sudando abundantemente. Silvia cortó un pedazo del suyo, luego se detuvo y me miró.
―Isabela, ¿no tienes calor?
―No. Sólo me siento un poco mal.
―Quítate el abrigo si sientes calor. ¿Es muy caro?
―Claro que no.
―Si Silvia quiere que te lo quites, sólo hazlo. Está siendo considerada ―dijo Roberto en tono fresco.
Deseé poder apuñalarlo con el tenedor. Los demás quizás no estaban al tanto de qué estaba sucediendo, pero él sabía con exactitud el dilema en el que estaba. ¿Cómo podría quitarme el abrigo? Hice una mueca parecida a una sonrisa.
―Perdón, necesito ir al baño.
Me fui corriendo al baño, me quité el abrigo de un jalón y lo dejé junto al lavabo. Era particularmente grueso y caliente. Casi me sofoqué a causa del calor. Lo dejé ahí mientras me metía a uno de los cubículos. Al salir para lavarme las manos, me di cuenta de que ya no estaba. Busqué por todas partes, pero sin éxito. Le pregunté a la encargada de limpieza y me dijo que no tenía idea de dónde estaba.
Me quedé parada frente al espejo y miré mi semblante de terrible desesperación en el reflejo. ¿Cómo saldría de ahí?
El suéter escotado de la secretaria me quedaba bastante ceñido. Si me enderezaba un poco, podía ver la línea de mi escote a través del suéter. Eso no se habría visto mal si hubiera usado sostén. Por fortuna, llevaba mi teléfono. Ante la falta de opciones, llamé a Roberto. Respondió pero su voz era dura al teléfono.
―¿Tan lejos está el baño que necesitas llamarme?
―Roberto ―susurré mientras me cubría en una esquina―, tráeme tu abrigo. Alguien se robó el mío. Estoy atrapada en el baño.
―Eres como un saco lleno de sorpresas.
―¿Por qué acabé en esta situación? Porque tú me rompiste la ropa.
Mi voz se hacía más fuerte mientras me exasperaba más. Las mujeres que pasaban a mi lado me echaban miradas curiosas. Me tapé la cara con las manos y me encorvé.
―Roberto, si no vienes con algo de ropa para mí ya, le diré a abue que te has estado aprovechando de mí.
―¿No sabes hacer otra cosa más que arrastrar a abue a esto?
―Tú me obligaste. Sé que no estás feliz porque saqué la idea de divorciarnos, así que ahora estás divirtiéndote a mis expensas. Roberto...
Interrumpí lo que decía cuando alguien me cargó con un brazo y me sacó del baño. Sentí que me abrazaba cálidamente. Levanté la mirada. Era él. No era un completo idiota. Después de contestar la llamada, se había dirigido al baño. Llevaba su abrigo doblado en el brazo. Hice un intento desesperado por alcanzarlo pero él me tomó de la muñeca y me detuvo.
―¿Vas a tomarlo sin darme nada a cambio?
―¿Qué quieres?
Roberto inclinó un poco su cuerpo. Me asomé detrás de su espalda. Silvia y Carlos estaban abrazados. Antes de que pudiera reaccionar, Roberto me rodeó por la cintura.
―Se muestran afecto tan abiertamente a pesar de no estar casados todavía. ¿Y tú? ¿Qué crees que deberías estar haciendo?
¿Se refería a que él también quería que le diera un abrazo? Sólo había pedido prestado el abrigo. ¿Cómo saber que tendría que pagarle con un abrazo? Antes de que pudiera estirar los brazos para hacerlo, Roberto me rodeó con ambos brazos, inclinó su cabeza hacia mí y me besó. Yo sabía que no tenía interés genuino en besarme. Sólo era un accesorio. Lo hacía por Silvia. No significaba nada. Me estaba usando. Pude ver de reojo que Silvia me miraba. Estaba un poco lejos, así que no pude ver la expresión de su rostro. Se dio la vuelta y volvió a la mesa.
―Ya no nos está viendo. Puedes dejar de fingir.
Me obligué a decir eso entre dientes. Roberto me soltó y luego sacó un pañuelo de su bolsillo para limpiarse la boca. Me arrojó su abrigo. Me lo puse y lo seguí de vuelta a la mesa. Pude sentir que el ambiente se había vuelto más incómodo mientras me sentaba.
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