Un momento. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Tenía caso pensar en esto? Santiago tenía un amorío. ¿Acaso la evidencia no estaba frente a mis ojos?
Me paré frente a él, fija en mi lugar, hasta que se volteó y me vio. A pesar de la luz tenue, vi con claridad que se sonrojó. Entonces, Santiago era un homosexual que tenía un amorío y se sonrojaba con facilidad. Me di vuelta deprisa. Oí pasos detrás de mí. Santiago me alcanzó y me tomó de la muñeca.
―Señorita Ferreiro.
―Eh. ―Me paré en seco, me di la vuelta y miré su semblante avergonzado―. ¿Qué coincidencia?
Mi burdo intento de fingir que no estaba pasando nada hizo que se pusiera aún más rojo.
―Señorita Ferreiro. —Se mordió los labios pero no salió ninguna palabra de su boca.
―No te preocupes. No diré nada. No me mates ―dije en broma.
―Por favor, no le diga al señor Lafuente ―dijo en voz muy baja.
Claro que no iba a hacer eso. El traicionado siempre era la última persona en enterarse de la traición, incluso después de que todos lo supiera. Asentí.
―Está bien, no le diré.
Entonces, aflojó la mano.
―En ese caso, no la entretendré más.
―Eh.
Después de irme, no pude evitar echar otro vistazo mientras daba la vuelta. Vi que el otro hombre le daba una palmada en el hombro a manera de consuelo. Era obvio lo que estaba pasando: Santiago salía con dos personas al mismo tiempo. Justo esa tarde había estado con Roberto, pero al caer la noche saltó a los brazos de otro hombre en un bar. El mundo de los homosexuales estaba lejos de mi entendimiento.
Volví del baño al privado con gran pesar en el pecho. Un elegante joven estaba junto a Abril. Era guapísimo. Ella me lo presentó:
―Él es Octavio.
El joven me honró con su sonrisa seductora.
―¿Qué cree que eres? ¿Hombre o mujer? ―le susurré a ella al oído.
―Hombre, obvio. ¿Por qué estaría hablándome si no?
―Estás loca.
Abril siempre había estado así de loca, hacía cosas que la sociedad veía con mala cara y le causaba penas a su madre. De repente perdí el interés de seguir ahí. Tomé mi bolso y le dije a Abril:
―Ya me voy.
―¿Qué pasó? Acabas de llegar. ¿No fuiste tú quien dijo que estaba triste y quería tomarse unos tragos?
―Olvídalo.
No sabía qué me pasaba. Quizás fue porque me había encontrado con Santiago. Aunque no había razón, me sentí mal por Roberto, quien me había vuelto una cornuda.
―Anda, ve y siembra el caos. Aunque te aconsejo que no te sobrepases ―dije mientras le daba una palmada en el hombro―. ¿Trajiste guardaespaldas?
―Sí.
―Entonces me voy.
Salí del bar. Una brisa fría me alcanzó. Respiré hondo. El aire fresco me aclaró la mente. Había pensado en las vidas de los homosexuales como mundos separados del mío y que nunca se encontrarían. ¿Quién esperaría que hubieran estado justo a mi lado todo este tiempo?
No era muy tarde cuando regresé a la residencia Lafuente. El reloj acababa de dar las diez. La madre de Roberto y su grupo de amigas estaban jugando mahjong en la sala. La casa tenía una habitación especial para jugar, pero habían preferido hacerlo en la sala. Apenas había puesto un pie dentro cuando retrocedí. «Bueno, entraré ya que se hayan ido». Yo no le caía nada bien a la madre de Roberto. La familia de la que venía no era lo suficientemente buena para ella. Sería horrible si la avergonzara frente a sus amigas.
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