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Bella:
Aunque Klein estaba a mi costado, no sentía la seguridad que usualmente me llenaba cuando estaba con Herbert. Sus palabras habían sido muy consideradas, pero no había sido capaz de calmarme realmente. Moví mi cabeza de un lado a otro. ¿Porqué seguía pensando en ese m*ldito? Tenía que olvidarlo para siempre.
A pesar de que mi cerebro me decía esto, mi traicionero corazón no pudo evitar recordar el beso que me había dado hace unos días. Me sonrojé levemente y volví a mover mi cabeza para despejarme.
Llegamos a la sala principal y una pareja de alrededor de sesenta años estaba recibiendo a los invitados. El hombre estaba vestido en un impecable sastre negro, aunque tenía el cabello blanco, se veía muy bien conservado. La mujer a su costado llevaba un elegante vestido rojo con un collar de rubíes. Ambos lucían muy felices y profundamente enamorados, aún después de tantos años. Sentí envidia de la buena por ellos.
—Señor Reina, ¡muchas gracias por invitarme! Espero que siempre gocen de buena salud —dijo Klein cuando estuvimos frente a ellos.
—Gracias, Klein —le respondió con una sonrisa la mujer y luego se dirigió a mí—. ¿Creo que no nos han presentado antes?
La intensidad de su mirada, me hizo bajar los ojos. Sentía que podía ver todos mis pensamientos y secretos. Su presencia ciertamente era increíble.
—Discúlpenme, ella es Bella, una... amiga.
Volteé a verlo con una expresión confundida, ¿por qué no había dicho que era su empleada? ¿Se hubiera visto mal?
—¿Vivian ya no está y ya tienes a otras chicas? —le preguntó la señora en un tono de broma.
—Ay, señora, no diga esas cosas, por favor. No es así —le pidió Klein mientras le agarraba la mano con una sonrisa forzada.
¿Quién era Vivian? Decidí pensar en ello en otro momento, porque lo más importante era apaciguar el ambiente.
—Señora Reina, soy una empleada de la compañía del señor Wharton. Agradezco mucho la invitación de mi jefe. Les deseo con todo el corazón un feliz aniversario y que Dios siempre les colme de salud y bienestar.
Había querido romper la tensión entre todos, pero también quería dejar en claro que nuestra relación era estrictamente profesional.
—Muchas gracias —respondió ella con una sonrisa que le iluminó todo el rostro.
—Si nos disculpa, señora Reina, los veremos adentro —dijo Klein y me jaló adentro del salón. Nos perdimos entre la multitud de invitados. La araña de cristal que colgaba sobre nosotros era una pieza de arte, y los camareros prácticamente bailaban entre el público entregando bebidas y tentempiés.
Klein tomó dos copas de champán de la bandeja de uno y me alcanzó una.
—Parece que tu relación con la señora Reina es cercana —le comenté.
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