Cada minuto era una eternidad. Elyn respiraba con dificultad, no por el aire viciado del lugar, sino por el peso abrumador del miedo. Las paredes grises parecían cerrarse sobre ella como una tumba.
Apretó las rodillas contra su pecho, deseando que todo fuera un mal sueño, pero sabía, en lo más profundo de su alma, que aquello era dolorosamente real.
Los hombres hablaban entre ellos, con tono burlón y cruel. Uno sacó una jeringa con líquido ámbar.
—Inyectaremos esto a la que nos quedemos. Va a ser una noche inolvidable —dijo uno, mientras el resto reía.
Las carcajadas llenaron la habitación como cuchillas.
Elyn sintió náuseas. Temblaba sin control. Era como estar atada a las vías mientras el tren se acercaba, sin forma de huir.
—Él no tardará —dijo Samantha con una seguridad venenosa—. Viene por mí. Me ama, Elyn. A mí. Solo a mí.
Elyn bajó la mirada. Esa voz, tan segura, tan cruel, calaba en su pecho como hielo derretido en sus venas.
¿Cómo había acabado ahí? ¿En qué momento su vida, que alguna vez estuvo llena de promesas y sueños dulces, se convirtió en esa pesadilla?
Entonces, lo entendió. Todo era culpa suya.
Ella lo había permitido.
Ella construyó ese infierno, ladrillo a ladrillo, con cada ilusión tonta, con cada intento desesperado de aferrarse a un amor que nunca la eligió.
Todo empezó el día en que perdió a sus padres.
Tenía cinco años cuando el destino les arrancó todo. Un accidente brutal, un tráiler descontrolado, y los autos de sus padres y del padre de Federico Durance fueron reducidos a chatarra en segundos. Los tres adultos murieron al instante. Ella quedó sola en el mundo, pero no por mucho tiempo.
Los abuelos de Federico la acogieron. La madre de Elyn, Ava, había sido como una hija para ellos.
Y Elyn, con su cabello castaño claro y sus ojos melancólicos, les recordaba demasiado a ella. La amaron como si fuera suya.
La convirtieron en una más de la familia Durance.
Y Federico… Federico era su sol. Desde niños, fueron inseparables. Compartían secretos, travesuras, libros, risas. Él le prometió amor eterno a los quince, bajo el viejo cerezo del jardín.
—En esta vida, yo, Federico Durance, solo puedo amar a Elyn Marín —dijo entonces, mirándola como si fuera el centro del universo.
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