Tres años después.
Paz despertó temprano, como solía hacerlo cada día, y giró la cabeza hacia su esposo.
Terry dormía a su lado, su rostro sereno contrastaba con la frialdad que solía mostrarle cuando estaba despierto.
Paz se permitió observarlo, grabar cada línea de su mandíbula, la curva de sus labios, la forma en que el sol filtrándose por las cortinas delineaba su figura.
Aunque su relación era de silencios y rechazos, había momentos como este que alimentaban su esperanza.
«¿Por qué me tratas como si fuera nada cuando estás despierto, pero haces que me sienta deseada en la cama?», pensó con profunda amargura.
La pasión que compartían parecía real, y aunque Terry pocas veces expresaba afecto, los gestos ocasionales, como los regalos que le traía, le daban pequeñas migajas de amor con las que sobrevivir.
Paz recordó un día en que lo había seguido discretamente hasta una joyería.
Él no lo sabía, pero ella había visto cómo examinaba minuciosamente cada pieza antes de decidirse. No eran obsequios de sus clientes ni de sus colegas, como solía decir cuando se los daba.
Eran de él, elegidos con una intención que ella no terminaba de comprender.
Ese recuerdo, esa pequeña chispa de esperanza, había sido su refugio en los días más oscuros.
El zumbido del teléfono interrumpió el momento. Terry seguía dormido, así que Paz, impulsada por una mezcla de curiosidad y desconfianza, tomó el aparato de la mesita de noche.
El teléfono no tenía contraseña, y al mirar la pantalla, sintió que el mundo se detenía.
¡Era Deborah!
El nombre de su hermana brillaba en la pantalla como una herida abierta.
Su mano tembló y sintió cómo su corazón se rompía en mil pedazos por el miedo.
Durante tres años, Deborah había estado fuera de sus vidas, y Paz había encontrado algo de calma en esa ausencia.
Pero ahora, su regreso no solo significaba revivir el pasado, sino también enfrentar lo que más temía: que Terry aún la amara a ella.
Antes de que pudiera procesar lo que sentía, Terry despertó de golpe y le arrancó el teléfono con brusquedad.
—¡¿Qué haces?! —gruñó, su tono lleno de reproche.
Paz apenas pudo hablar, pero la frialdad en los ojos de Terry le hizo arder la garganta.
—Es… mi hermana… —susurró, su voz quebrándose.
—No soy una tonta, Terry. No voy a permitir que me hagas esto.
—¿Hacerte qué? —replicó él, soltándola con brusquedad—. ¿Engañarte? ¿No recuerdas la regla de Costa Azul? No engañamos a nuestras esposas. Es como traicionarse a uno mismo. Pero eso no significa que no pueda preocuparme por Deborah.
—¿Preocuparte? —espetó Paz, sintiendo que el dolor se transformaba en rabia—. ¡Esa mujer te está manipulando, como siempre lo ha hecho! No puedes verla a solas, Terry. ¡No puedes!
Terry la ignoró.
—Voy a verla porque me necesita —dijo con voz fría mientras se colocaba la chaqueta—. Al menos alguien debería ayudarla, ya que tú la hundiste en su propio infierno, sin importar que es tu hermana, eres cruel, ¡despiadada!
—¡Yo lo hice por ti! —gritó Paz, incapaz de contenerse.
Pero Terry no respondió, no la miró.
Se dio media vuelta y salió de la habitación, dejándola sola con su desesperación.
Cuando la puerta se cerró, Paz cayó de rodillas sobre el suelo alfombrado, apretando las manos en puños.
—Deborah… ¿Qué estás haciendo? —susurró, sintiendo que su mundo, una vez más, se desmoronaba a su alrededor.

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