CAPÍTULO 2. Una verdad desgarradora
El dolor es lo primero que siento cuando abro los ojos. No es físico, aunque mi cuerpo esté cansado y entumecido. Es un dolor profundo en mi pecho, como si algo hubiera sido arrancado de mí. Y lo fue. Lo sé incluso antes de escuchar una palabra.
—Regina... —La voz de Verónica llega suave, como si estuviera tratando de no romperme más de lo que ya estoy. Cuando mis ojos se enfocan la veo ahí, sentada junto a mi cama, con Ruby a su lado.
—No... —murmuro con un susurro ahogado, pero no hace falta que diga más. Ellas lo saben, y yo lo sé. Ruby aprieta mi mano, y Verónica me acaricia el cabello con los ojos llenos de lágrimas—. No puede ser… esto no puede estar pasando…
—Estamos aquí contigo, cariño —dice Ruby.
—El bebé... —susurro y la palabra se queda flotando en el aire como un eco vacío hasta que Vero niega con la cabeza.
—Lo siento tanto, Regina…
Las lágrimas vienen sin previo aviso, un torrente que no puedo detener. No me importa quién me ve o cómo sueno. Estoy rota. Otra vez. ¡Perdí a mi bebé! ¡Otra vez! Y lo que sigue es un huracán de sollozos, gritos y maldiciones porque no sé qué hice para merecer esto, ¡no sé qué hice para que Dios me castigue así!
Verónica me abraza con fuerza, tratando de contenerme, pero no hay forma de contener a una madre que ha perdido a su hijo después de haber escuchado su corazón. El mundo se vuelve literalmente un infierno para mí, y lloro con desesperación, sin saber que todo está a punto de ponerse mucho peor.
En algún momento, no sé cuál, la puerta se abre y una doctora de unos cincuenta años entra con un expediente en la mano. Tiene un rostro profesional e inteligente, pero su expresión no es cálida.
—Señora Finnigan —comienza con una voz directa—. Vine a revisar cómo se encuentra.
Casi parece molesta de estar aquí y yo solo puedo hacer esa pregunta que me está carcomiendo desde que perdí mi primer embarazo.
—¿Qué me pasó? —Mi voz es apenas un jadeo ahogado por las lágrimas—. Por favor, necesito saber qué pasó… ¿por qué perdí a mi bebé?
La doctora frunce el ceño con una expresión que no entiendo, y me mira con algo que es mitad impotencia y mitad desprecio.
—¿Me lo está preguntando en serio? ¿Y qué esperaba que pasara exactamente, señora, después de tomar pastillas abortivas?
Sus palabras me golpean como un puñetazo en el estómago, y sé que no soy la única porque Vero y Ruby deben estar tan pálidas como yo.
—¿Qué…? —susurro—. No… no eso no es cierto no es cierto no es verdad no puede ser yo no… yo jamás… —Las palabras salen sin detenerse hasta acabar en gritos—. ¡Eso es mentira! ¡Yo jamás haría algo así!
La doctora suspira y levanta el expediente como si fuera la prueba de mi crimen.
—Los análisis no mienten, señora Finnigan. Su sistema está inundado de misoprostol —declara y la palabra me resulta desconocida, pero el tono con el que la dice me llena de una mezcla de confusión y rabia.
—¡No sé qué es eso!
—¡Es medicamento para abortar! —escupe ella.
—¡Yo no tomé nada!
—¡Señora, la misma sustancia estaba presente las dos veces anteriores que perdió sus embarazos, así que ya puede dejar de fingir! —me gruñe con molestia y el mundo se detiene.
Todo lo que dice parece alejarse de mí, como si no estuviera en esta habitación. ¡No puede ser cierto…! ¡No puede ser…!
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