Esa noche, Brayan no regresó a casa.
Mercedes pasó la noche entera cuidando sola a Rosalba, sintiendo cómo su esperanza se marchitaba aún más.
Ese hombre parecía haber olvidado por completo que tenía una hija enferma.
Rosalba ya había dormido muy intranquila la noche anterior, y al amanecer, su ánimo seguía por los suelos.
Mercedes, preocupada de que su autismo empeorara, no perdió tiempo y contactó al psicólogo para que la revisara en casa.
El psicólogo era una doctora que Brayan había contratado por un sueldo altísimo. Era una especialista que había estudiado en el extranjero y tenía un doctorado en psicología.
Su nombre era Guadalupe, y su reputación en el medio era bastante reconocida.
Habían quedado de verse a las ocho de la mañana.
Pero Guadalupe apareció hasta las nueve, caminando con paso lento, como si no le importara la puntualidad.
Desde que entró, su actitud destilaba superioridad y fastidio. Levantando la voz, le reclamó a Mercedes:
—¿Acaso no te he dicho que no dejes que la niña sufra sobresaltos tan fuertes? Cada vez que Rosalba tiene una crisis, es porque tú no la cuidas bien. Como madre, la mayor responsabilidad es tuya.
Mercedes se quedó pasmada un instante, aún sin terminar de acostumbrarse al tono arrogante de la psicóloga.
No era la primera vez que lo hacía. Ya en otras ocasiones se había comportado igual.
Pero por el bien de Rosalba, Mercedes prefería tragarse el coraje y fingir que no escuchaba.
Sin más, fue a buscar a Rosalba y la llevó en brazos para que Guadalupe la revisara.
Guadalupe le hizo algunas preguntas y revisó a la niña. Luego, intentó conversar con ella.
Rosalba, cabizbaja, parecía no oír nada; sus ojos estaban vacíos, sin expresión.
Guadalupe perdió la paciencia enseguida, subiendo aún más la voz, casi gritando:
—¡Rosalba, contéstame de una vez!
El hombro de Rosalba tembló, como si el grito la hubiera asustado.
Mercedes frunció el ceño.
Nunca había visto a un profesional tratar así a un paciente.
Rápida, intervino:
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