—Hay que casarnos en cuanto te divorcies de Roberto —dijo.
Sentía su suave aliento en mi cabello. Estaba de pie tan cerca de mí. Entré en pánico. Deseé que pudiera desaparecer en ese momento. No sé lo que me había pasado. Se trataba de Andrés, el hombre con quien soñé encontrarme noche tras noche. Estaba parado frente a mí, confesándome su amor. Y, sin embargo, todo lo que quería era huir.
De repente, me abrazo. Me llevó a sus brazos sin esfuerzo. Su abrazo fue cálido y acogedor. No obstante, me quedé tiesa como un tronco. Pude oír que murmuraba en mi oído:
-Pasaremos el resto de nuestra vida juntos, Isabela. Estaremos juntos por siempre. Nunca te dejaré...
Por siempre. Qué frase tan hermosa. Siempre le temí a la soledad. Amaba a mi padre y a mi madre, pero no pudieron quedarse conmigo por siempre. ¿Andrés podría hacerlo? Quizás debía preguntarme si eso es lo que yo
necesitaba.
Temblé entre sus brazos. Me sostuvo la cara con las manos, su semblante era como un suave arroyo que corría por mi rostro mientras me decía:
-No temas, Isabela. Te protegeré. Nadie puede hacerte daño.
Su bello rostro y sus dulces labios tibios se acercaron a los míos. Pude oler la fragancia de su cabello. Sentí espasmos en el vientre. El mismísimo diablo me estaba dando pisotones y pinchaba el interior de mi estómago con su tridente.
Debería haberme sentido llena de alegría por la confesión de amor de alguien a quien había amado en secreto por tanto tiempo. Sin embargo, mi reacción era la contraria. Qué extraño. El miedo me hizo paralizarme mientras los labios de Andrés se acercaban cada vez más. Me olvidé por completo de esquivarlo. Justo cuando nuestros labios iban a tocarse, una luz volvió a resplandecer súbitamente. Fue como si me golpeara un rayo. Salté de los brazos de Andrés y grité:
-¡Rayo! Creo que vi un rayo.
Me torcí el tobillo y casi me caí. Andrés miró hacia el cielo.
-No hay rayos. El clima está perfecto hoy.
En ese momento dejé de apretar el puño. La correa se me soltó de la mano. Bombón salió corriendo.
—¡Bombón! ¡Bombón se escapó! —grité y comencé a perseguirlo.
Bombón volteó y me miró. Mi falda volaba a causa del movimiento. Seguramente el perro creyó que estaba jugando con él, así que corrió más rápido. No había manera de que lo atrapara. Por otro lado, Andrés me alcanzó y me tomó de la muñeca.
-Deja de perseguirlo. Hay que descansar un poco. Bombón volverá a buscarnos.
Ir tras Bombón era mi única excusa para salir de una situación sobre la cual no tenía control. Comencé a jadear de tanto correr.
—Se escapará.
-No lo hará. Correrá más rápido si lo persigues. En cuanto dejes de hacerlo, dejará de correr —dijo Andrés mientras me hacía detenerme.
Ahora yo jadeaba vigorosamente. Tenía razón. El trasero blanco y esponjoso que iba delante de nosotros comenzó a reducir la velocidad. Me incliné hacia delante, apoyando las palmas de las manos sobre las rodillas. Sentí que escupiría los pulmones la próxima vez que resollara.
Después de un rato, la bola de pelos blancos se dio la vuelta y vino corriendo. Se detuvo frente a mí y meneó la cola enérgicamente.
-Casi me muero por tanto correr. Es tu culpa —dije mientras le acariciaba la cabeza al perro.
-¿No te lo dije? Volvió en cuanto dejaste de perseguirlo. Sabe que somos sus dueños. No va a huir. -Andrés tomó la correa y me la puso en la mano. Luego, me tomó la otra y dijo: -¿Estás cansada? ¿Quieres sentarte?
Levanté la mano y miré mi reloj de muñeca. Eran casi las once.
—Tengo que trabajar mañana. Déjame pedir un taxi.
-Yo te llevó a casa.
-No trajiste el auto.
-Iré por él.
-Es demasiado problema. Mejor sólo pediré un taxi.
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