Roberto era una celebridad. Su rostro aparecía en todos los periódicos sobre finanzas y en los tabloides de entretenimiento. Los reporteros lo amaban. De todos modos, no era el tipo de persona que mantiene un perfil bajo. Le gustaba su ropa ostentosa y llamativa. Sus fotos llenaban las primeras planas de periódicos y las portadas de las revistas. No había nadie en este mundo que no supiera quién era. En especial en Ciudad Buenavista. Todos en la ciudad sabían quién era.
La cara regordeta que daba vueltas afuera de la ventana se puso verde al darse cuenta de a quién estaba mirando. Roberto tenía muchísimos autos. El hombre no podría haber sabido que se enfrentaría a él cuando se acercó a nuestro auto. Probablemente pensó que sería un riquillo cualquiera bobeando con su novia en el auto. No esperaba encontrarse cara a cara con Roberto Lafuente. Su cara era de color espinaca. Sin embargo, sonreía tanto que se le veían las encías.
―Hola, señor Lafuente. Esto fue un malentendido. Lamento molestarlo.
―No me respondiste. ¿Quién es el ciego ahora?
―Yo, claro. Yo soy el idiota ciego ―respondió de inmediato, asintiendo e inclinándose mientras retrocedía.
―Felicidades por convertirte en un abusón ―le dije sin gracia―. Voy a llegar tarde si no nos vamos ya.
Encendió el motor y aceleró en dirección a la Organización Ferreiro.
―Puedes estacionarte en la entrada. Le pediré a Abril que me ayude a subir.
―¿A qué hora llegaste a la fiesta?
―¿Qué? ―le pregunté abruptamente. Me tomó un rato entender lo que preguntaba―. A medianoche.
―¿Qué viste?
―Nada.
Detuvo el auto en la entrada del edificio de la Organización Ferreiro. No me ayudó con mi cinturón de seguridad, así que yo me lo quité. Me tomó la mano.
―¿Segura que podrás arreglártelas tú sola?
―Tengo que hacerlo.
―No seas tan dura contigo misma ―dijo antes de bajarse del auto, abrir la puerta de mi lado y cargarme en los brazos. Comenzó a caminar hacia el edificio.
―Van a pensar que estoy lisiada.
―No te preocupes tanto por lo que los otros piensan ―dijo mientras entraba.
Las miradas de todos se sobresaltaron al verme llegar al trabajo en los brazos de Roberto. Puede que a él no le importara lo que los demás pensaran, pero a mí sí. No era como él.
Abril bajó por mí.
―Bájala ―dijo cuando me vio en los brazos de él―. Yo me encargo.
―¿Segura que puedes? ―resopló Roberto―. Pide el elevador.
Abril terminó escoltándonos mientras nos llevaba al elevador y nos guiaba.
―¿Qué le pasó a tus pies, Isabela?
―Me corté anoche con unas piedritas.
―¿Por qué te la pasas lastimándote? ―preguntó Abril, luego se volvió y comenzó a interrogar a Roberto―. ¿Ves la coincidencia? He visto más heridas en Isabela desde que se casó contigo. Va y viene del hospital cada cierto tiempo.
―Yo también ―sonrió Roberto con frialdad―. Creo que tú eres unas de las razones por las que acabé en el hospital.
Abril le volteó los ojos.
―Eso es cosa del pasado. ¿Qué caso tiene mencionarlo ahora?
Roberto me cargó fuera del elevador y me llevó a la oficina. Nos encontramos a Silvia. Estaba buscándome. Parecía alarmada al verme en los brazos de Roberto.
―¿Qué pasó, Isabela? ―preguntó mientras se acercaba.
―Nada, sólo me corté con unas piedras ―dije.
―Ya veo ―dijo Silvia y asintió―. Puedo tomar tu lugar en la reunión si tuvieras inconvenientes.
―Sólo vamos a hablar. Nadie va a ponerse a bailar ni nada ―dijo Abril mordazmente―. No requerimos tu presencia.
Roberto pareció no inmutarse cuando vio a Silvia. Jugar conmigo y ella debía ser cosa de niños para él. Comencé a sentir que se me oprimía el pecho de nuevo. Me llevó a la oficina. Tenía un compromiso en la tarde, así que se fue de inmediato.
―Qué imbécil. No tiene vergüenza ―espetó Abril después de que él se fue.
―No oí que le llamaras así en su cara.
―Siempre hay que dejarles el orgullo intacto.
―Olvídalo ―dije. No me había maquillado en la mañana, así que comencé a hacerlo―. ¿A qué hora es la junta?
―Once y media.
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