Un hombre de gran estatura estaba de pie frente a mí. Tenía la piel bronceada y de apariencia muy sana, y llevaba el larguísimo cabello atado en una cola de caballo, lo que le daba un aire libre y salvaje. Era bastante apuesto, de facciones afiladas y hermosas, y me pareció familiar, aunque no pude precisar a quién me recordaba. Vestía una camiseta y pantalones de mezclilla color negro. Su pecho duro y musculoso llenaba la camiseta de forma agradable; debía ser por eso que preguntó se me había lastimado al chocar contra él.
—Lo siento mucho —dije, sacudiendo la frente—, debí fijarme por dónde caminaba.
El hombre extendió la mano de repente y atrapó entre sus dedos un mechón de mi cabello. Me sobresalté y traté de retroceder, pero en medio del pánico, tropecé con mis propios pies torciéndome el tobillo al caer. No tardó en sostenerme, como en una escena de telenovela en la que los protagonistas se encuentran por primera vez. La heroína cae en los brazos del héroe y queda en una postura incómoda, con la cintura sostenida por el bíceps de él.
Por suerte, yo bailaba mucho y mi cintura era muy flexible, así que esa posición no me causó demasiada incomodidad. Nuestras narices se tocaron, pude ver mi reflejo en sus ojos. Parecía muerta de vergüenza. Comencé a debatirme para liberarme tras una pausa ocasionada por mi aturdimiento. Las personas que pasaban de largo nos miraban como si estuviéramos idiotas y hubiéramos decidido recrear una de esas escenas ficticias.
—Gracias, ahora me voy —dije sonriendo. Me sentía mortificada.
—Tienes una cintura realmente estrecha —dijo alegremente—. ¿Te costó mucho tenerla tan flexible?
Estaba coqueteando. No me molestó. ¿Cómo podía, si acompañaba sus preguntas con esa sonrisa? Me di la vuelta y eché a andar.
—¡Oye! —exclamó— ¿Puedo comprarte un café?
Estaban ligando conmigo en un hospital, en pijama. ¿Debía sentirme orgullosa?
—Mejor no —dije sin volverme. Sólo alcé la mano y saludé.
—Puedo pedirle a mi hermana que nos acompañe. ¿No te gustaría, Isabela?
La súbita mención de mi nombre hizo que me girara con los ojos bien abiertos. ¡Por eso me pareció tan familiar!, ahora ya recordaba quién era: Sebastián. Los padres de Abril justo estaban hablando de él, el hermano de Abril.
Se acordaba de mí, y yo ni siquiera podía rememorar su apariencia de niño. Se parecía mucho a su padre, con una afilada nariz y una frente sólida. De hecho, Abril y él también se parecían. Después de todo, eran hermanos. Tenían los mismos ojos y unos hermosos párpados caídos.
—Hola, Sebastián Rojas —lo saludé con su nombre completo. Pareció sorprenderse. Una de sus cejas se arqueó.
—¿Recuerdas mi nombre? Qué bonita sorpresa.
Probablemente no lo habría hecho si sus padres no lo hubieran mencionado.
—¿Viniste a ver a tu padre? —le pregunté sonriendo.
—Así es.
—¿Acabas de volver al país?
—Llegué la semana pasada —dijo encogiéndose de hombros—. Planeaba visitar, sólo que no esperaba las noticias.
Traté de mantener una sonrisa, no muy sincera, de seguro. Dije:
—Deberías saludarlo. Me voy.
—Llevas ropa de hospital. Debes estar enferma.
—Sí. Neumonía. En unos días estaré bien.
—Ya veo —asintió—. Entonces te veré por aquí.
Lo primero que hice al volver a mi habitación fue llamarle a Abril, pero no pude contactarla. No esperaba que apareciera Sebastián. Estaba marcando el número de Abril una y otra vez cuando se presentó ante mi cama llevando un ramo de flores.
—No has cambiado nada, Isabela. Te ves exactamente igual que tu versión más joven.
—De veras —musité asintiendo.
—¿Sabes cómo te llamábamos cuando éramos niños?
—No —sacudí la cabeza.
—Decíamos que eras un hada —dijo con las comisuras de sus labios curvas hacia arriba—. Siempre usabas vestidos rosas o blancos. A veces llevabas una diadema y el cabello te caía por los hombros. O a veces lo llevabas atado en una cola de caballo. No importaba lo que hiciéramos: trepábamos a los árboles, pescábamos o nos arrojábamos tierra unos a otros, pero tus vestidos siempre estaban inmaculados. Nunca tenían la menor mancha de polvo.
Lo miré sorprendida. Mis pensamientos comenzaron a transportarme al pasado. No estaba segura de por qué recordaba tan vívidamente, pues yo apenas y podía hacerlo. De hecho, no recordaba casi nada de los ratos que pasamos juntos, pero sus reminiscencias trajeron algunas imágenes a mi mente.
Hice amago de ir por té, pero me detuvo diciendo:
—No hay necesidad, traje café. No pude comunicarme con Abril, así que decidí conseguirme un trago. ¡Acabo de recordarlo! Estás enferma, no puedes tomar café. —Saltó alzando el vaso. Me senté en la cama y lo contemplé mientras bebía. No éramos muy cercanos de niños y había pasado mucho tiempo, pero algo en él me parecía muy familiar. No transcurrió mucho antes de que dejara de pensar en él como un desconocido.
Le gustaba conversar. Habló y habló de cosas del pasado; no pude recordar muchas de ellas, pero las escenas se tornaron más y más vívidas a medida que lo hacía. Relató aquella vez en que nos había metido a Abril y a mí de contrabando en su jardín de duraznos. Robó una canasta para llenarla de fruta, pero era demasiado pequeño y no había podido cargarla. Al momento de escapar, se quedó atrás y lo atraparon con las manos en la masa. Su madre se enteró y le dio una paliza.
Parecía feliz narrando incidentes vergonzosos que tomaron lugar en nuestra infancia. Acababa de ver a su padre. No sabía si era apropiado mostrarse tan contento.
—¿Viste a tu padre? —interrogué después de un titubeo.
—Sí —asintió y se encogió de hombros—. Piensas que no debería estar tan alegre después de haberlo visto en su estado. No nos vimos durante años, no tuvimos ningún contacto. Estaría mintiendo si rompiera a llorar y empezara a gemir, ¿no crees?

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Un extraño en mi cama