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Ahora mando yo, exmarido. romance Capítulo 2

La noche en que Catalina Delcourt cruzó las puertas del hospital psiquiátrico, no era la misma mujer que había entrado semanas atrás.

Envuelta en un abrigo ajeno que le quedaba grande y con el camisón ondeando al viento como una bandera de guerra, corría por las calles con los pies descalzos, el cabello enmarañado y los papeles presionados contra el pecho como si fueran su último vínculo con la cordura.

El frío de la noche le mordía los tobillos, desgarrándole la piel, pero no le importaba.

Ya no.

Tampoco sentía miedo.

Solo había una idea que le latía en la cabeza con la fuerza de un tambor, llegar a casa.

Y cuando finalmente lo hizo… fue peor de lo que jamás habría imaginado.

Nada, absolutamente nada, la había preparado para lo que vería en la mansión Delcourt.

Las luces doradas brillaban con una intensidad insultante, cubriendo la fachada como si celebraran una victoria indecente. Carpas blancas, elegantes y firmes, decoraban los jardines perfectamente cuidados, mientras que músicos vestidos de negro tocaban piezas clásicas.

Y en el centro del escenario, un arco de rosas blancas enmarcaba un espectáculo cuidadosamente coreografiado.

Allí, sobre la alfombra marfil, reinando el escenario como si fuera un monarca seguro de su trono, estaba él.

Luciano Moreau.

Con un traje a medida, una copa en la mano y una sonrisa que no reconocía, como si la vida entera de Catalina nunca hubiera existido.

Y a su lado, la mujer que años atrás él había dejado para casarse con ella, Sara Armand, su exnovia.

Lucía un vestido blanco de seda, tan perfectamente entallado como la mentira que ambos sostenían con aparente tranquilidad.

Pero lo que más llamó la atención de Catalina no era ella.

El letrero tras ellos lo anunciaba sin pudor: "Compromiso de Sara & Luciano".

Catalina se quedó congelada con los latidos del corazón palpitando en sus oídos. El barro del jardín le cubría los pies desnudos, la incredulidad le quemaba el pecho, y el alma… el alma se le desmoronaba poco a poco.

Y entonces, los vio.

Sus hijos.

Sus mellizos de cinco años, Elian y Lana.

Jugando, riendo, corriendo por el jardín con la despreocupación de quienes viven en un mundo sin cicatrices.

Pero no la miraban, ni la reconocían. La ignoraban por completo, como si ya no tuviera lugar en sus juegos ni en sus vidas.

El último vestigio de esperanza se desmoronó dentro de ella, pero en su lugar, como una semilla empapada de furia, nació algo nuevo, algo más fuerte, más oscuro, más peligroso.

Catalina Delcourt había vuelto y esta vez, no venía a suplicar.

Los aplausos estallaban justo en el momento en que Luciano Moreau alzaba su copa, con su inquebrantable sonrisa de anfitrión perfecto.

—Gracias por acompañarnos esta noche —dijo, con voz cálida y firme, esa voz que alguna vez usó para susurrarle mentiras dulces al oído—. Es un honor anunciar oficialmente que… Sara y yo vamos a casarnos.

Las cámaras dispararon sus flashes con hambre en el momento en que Sara Armand, delicada como una porcelana cara, fingió sorpresa mientras se llevaba una mano al pecho, sonriendo con modestia medida.

Los invitados de élite aplaudieron entusiastas, y un par de silbidos festivos se elevaron entre la multitud.

Pero nadie, absolutamente nadie, esperaba que la fiesta fuera interrumpida por un fantasma.

Y sin embargo, lo fue.

Los pasos de Catalina eran silenciosos, pero su sola presencia rasgó la escena como una tormenta estallando en un salón de espejos. Avanzaba como un espectro encarnado, vestida con un abrigo oscuro que apenas cubría el uniforme grisáceo del hospital. Su piel pálida contrastaba con las sombras en sus ojos, profundas y tristes, pero su postura era erguida, imperturbable, como una lanza que jamás se doblega.

Cada paso la alejaba de la oscuridad del encierro y la acercaba al infierno que la había condenado.

Frente a esa casa… frente a él.

Fue Adeline, la hermana de Luciano, quien la vio primero. El tono chillón de su sorpresa perforó el aire como un disparo, atrayendo de inmediato todas las miradas hacia la figura espectral que avanzaba con paso implacable por el jardín iluminado.

—¡Luciano! —exclamó, llevándose una mano al pecho como si acabara de ver un muerto levantarse—. ¡Es Catalina! ¡Está aquí!

El micrófono que aún colgaba de su vestido transmitió su grito a todo el jardín y el efecto fue inmediato.

El silencio que siguió fue brutal, como si el mundo hubiese sido succionado por un vacío.

Luciano se giró lentamente, como si su mundo se hubiera detenido. Por un segundo, uno fugaz pero real, su rostro se contrajo en un gesto de miedo primario, antes de que la máscara regresara, tan perfectamente colocada como siempre.

Sara se apartó un poco, sintiéndose incómoda al saberse involuntariamente en medio de un drama que no le pertenecía, aunque su vestido blanco la colocaba en el centro de todas las miradas.

—Catalina, estás alterada —insistió Luciano, tomándola suavemente del brazo, con una sonrisa vacilante y ensayada, esa clase de sonrisa que uno lanza cuando quiere parecer tranquilo frente a alguien que considera peligroso o inestable.

Su tono, excesivamente pausado y paternalista, estaba cuidadosamente diseñado para que todos los presentes lo vieran como el hombre sensato que intentaba calmar a su esposa desequilibrada, alimentando aún más la narrativa de que Catalina había perdido la razón.

Ella se soltó con un movimiento seco, como si su contacto la quemara.

—Estoy despierta. Que no es lo mismo.

A lo lejos, entre el coro de cuchicheos que no cesaban, se alzaron voces aún más hirientes. Voces conocidas.

—¡Qué vergüenza! ¡Y pensar que una vez la llamé nuera! —escupió Margot Berthier, la madre de Luciano, con los ojos entrecerrados y los labios fruncidos como si hubiera olido algo podrido—. Siempre supe que esa mujer no estaba bien de la cabeza.

—Esa no es Catalina… eso es un residuo. Un despojo de lo que fue —añadió con crueldad Sebastián Moreau, el padre de Luciano, sin molestarse en bajar la voz, como si quisiera asegurarse de que ella lo escuchara.

—¿La van a dejar acercarse a los niños? ¿Después de todo lo que hizo? —susurró una tía política, llevándose una copa a los labios con una mezcla de asco y teatralidad. —¿Y si se le da por atacar a alguien aquí? ¡Mírala! Está completamente ida.

Adeline no se quedó atrás. Con una sonrisa envenenada aprovechó el momento para clavarle su daga habitual disfrazada de preocupación.

—Tal vez debimos contratar seguridad... aunque, francamente, dudo que alguien en su sano juicio aparezca vestida como una indigente a una gala. Pobrecita, realmente está loca.

—Es una loca esquizofrénica —añadió Margot con un tono cargado de repudio, mientras observaba a Catalina como si fuera una amenaza pública y no la madre de sus nietos.

Catalina lo escuchaba todo, cada palabra era una piedra lanzada a su dignidad, pero aún así, no dio ni un paso atrás, no se rompió, no lloró. Solo alzó el mentón con una elegancia que ninguna de esas hienas habría sabido imitar ni en sus mejores días.

Y entonces, su mirada se desvió y vio una vez más a sus niños.

Parados junto al arco floral, ataviados con trajes blancos que hacían juego con la decoración, estaban Lana y Elian, sus pequeños mellizos de apenas cinco años.

Catalina los miró con un nudo en la garganta, mientras una lágrima amenazaba con desbordarse de su ojo, esperando una chispa de reconocimiento, una sonrisa, un "mamá" que la rescatara del abismo.

Pero ellos… ellos la miraban como si fuera una sombra sin nombre, incapaces de reconocerla como la mujer que los había llevado en el vientre, que les había cantado al dormir.

Catalina dio un paso hacia ellos. Sus ojos estaban llenos de agua, pero su voz no tembló.

—Mis amores… Mamá volvió.

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