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Ahora mando yo, exmarido. romance Capítulo 7

De vuelta en su oficina, Luciano se dejó caer pesadamente sobre su silla. Sus dedos buscaron a ciegas en el bolsillo interior del saco hasta sacar su celular secreto. Al encender la pantalla, ésta le devolvió su propio reflejo, distorsionado y borroso, un rostro desencajado y ojeroso que apenas reconoció como propio.

Buscó el chat encriptado con el doctor Vallois. El último mensaje seguía allí, congelado como un recordatorio cruel de su propia caída.

"Incremento de dosis aprobado. Firmaré en tu nombre. No habrá efectos secundarios permanentes."

Fechado hacía un mes, sin una sola respuesta nueva, sin siquiera un miserable tick azul que pudiera darle una señal de vida.

Volvió a intentar y marcó al administrador del hospital, luego al guardia nocturno, después al propio Vallois. Todos eran fantasmas al otro lado de la línea. En cada tono muerto sentía cómo el control que creía tener se desmoronaba como un castillo de arena golpeado por la marea.

En un acto desesperado, como quien busca aire antes de hundirse, marcó a Sebastián. Su padre contestó tras el tercer tono, con un bufido impaciente que le sonó más frío que de costumbre.

—¿Viste las noticias? —preguntó Luciano sin molestarse en saludar, demasiado hundido en su ansiedad para las formalidades.

—Las leí antes que tú —respondió Sebastián, dejando escapar una risita seca, cargada de desdén—. Te advertí que sin control mediático, un imperio sangra por los titulares.

—Necesito cerrar la boca de Catalina, ayúdame, papá —dijo Luciano, apretando el teléfono con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

—Necesitas algo mejor —replicó su padre, sin rastro de paciencia—. Cerrar la tuya, o todos saldremos perjudicados. ¿Qué pasó con el doctor?

—Desapareció —admitió Luciano, con la garganta tan cerrada que la palabra apenas se le escapó.

El silencio que se instaló fue tan espeso como el humo de un incendio y tan pesado como un yunque hundiéndose en su pecho.

—Encárgate tú, no voy a ayudarte —dictó Sebastián con su tono más seco y despiadado—. Y no vuelvas a llamarme hasta que la esposa lunática sea polvo bajo la alfombra.

Clic.

El sonido del corte fue un disparo.

Luciano se quedó inmóvil durante un instante eterno, con el pulso golpeándole las sienes. De pronto, como si su cuerpo decidiera actuar antes que su mente, lanzó el teléfono secreto contra la pared con una violencia que brotó desde lo más hondo de su impotencia.

El aparato rebotó una vez antes de hacerse añicos contra el suelo, el sonido del impacto llenó el despacho como un latigazo, pero ni así encontró alivio.

La oficina, a su alrededor, parecía demasiado ordenada, como si el espacio se burlara de su caos interior, como si representara la humillación que lo sofocaba, una rabia que necesitaba devorar algo de inmediato, sin tregua, sin contemplaciones, y así fue como la dejó salir, sin oponer resistencia.

Los cuadros fueron los primeros en volar. Después los papeles, las carpetas, los informes, el contenido del escritorio barrido de un manotazo, como si pudiera eliminar con ese gesto cada decisión equivocada. La silla ejecutiva impactó contra la biblioteca, dejando una marca en la madera oscura. Pisó los restos del móvil con el tacón, girándolo hasta reducirlo a fragmentos mientras su respiración era un torbellino descontrolado.

En la pantalla de la televisión, una nueva alerta parpadeó como una sentencia.

"Las acciones Moreau-Berthier y Delcourt abren con caída del 20 %. Inversión americana retira fondos."

Luciano apretó las sienes con ambas manos. Cada golpe que daba, cada objeto que destruía, era un insulto dirigido a Catalina... pero también a sí mismo.

¿Cómo demonios la había subestimado?

Recordó cada detalle de su propia jugada maestra, el cuchillo colocado estratégicamente en la oficina, las imágenes de la cámara recortada, el audio manipulado. La firma falsificada de Vallois en esos diagnósticos clínicos que tanto costaron.

Todo medido al milímetro. Todo planeado. Todo perfecto… hasta que ella salió caminando por la puerta principal del hospital psiquiátrico con la cabeza alta y la dignidad intacta.

"Catalina. Catalina. Catalina."

Su nombre se repetía en su cabeza como una letanía maldita.

La imaginó presentándose frente a cada comité, certificando su salud, reclamando lo que era suyo: sus hijos, sus viñedos, su apellido.

"Mi apellido", rugía su mente. Su apellido.

Sentía que la prensa no tardaría en llegar al Saint-Rémy, y ese silencio del hospital apestaba a traición. Si Vallois hablaba, el imperio se desmoronaría como papel mojado. Lo sabía, lo sentía en la sangre.

Continuó lanzando objetos a ciegas, cegado por una furia que ni siquiera lograba contener y solo se detuvo cuando un escozor ardiente en la palma lo obligó a mirar su propia mano.

Se había cortado con un vidrio.

La sangre goteaba, espesa y caliente, sobre la carpeta de cuero que había quedado abierta sobre el suelo. La carpeta en la que Sara Armand había estampado su firma con tinta dorada la noche anterior, creyendo que por fin estaría junto a su verdadero amor.

Pensó en Sara, en su vestido blanco, en su sonrisa radiante. Luego pensó en Catalina, embarrada, descalza, apareciendo como una pesadilla a arruinarlo todo sin más arma que su dignidad recuperada.

El verdadero loco eres tú. 1

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