El clima de agosto en Ocpeace City siempre era impredecible. Ese día, las nubes oscuras finalmente cubrieron el sol abrasador, pero en lugar de aliviar el calor, este aumentó. A ese clima caluroso y nublado salieron los cuatro al terminar de comer.
Una vez pisaron la vereda, Adrienne insistió en llevar a Theodore en el auto, por lo que Everleigh no tuvo más remedio que llevarlo consigo.
—Papi, vayamos en el mismo coche. El auto de mamá es muy lindo —Dijo Adrienne en la entrada del restaurante mientras tomaba la mano de Theodore y actuaba como niña mimada.
Cuando se comportaba así, no había persona capaz de resistírsele y, por supuesto, Theodore no era la excepción. No pudo negarse, así que le ordenó a Moses que condujera su auto a casa. En ese instante, Everleigh sonrió vacilante y preguntó:
—Emm, ¿no quieres volver a pensarlo? ¿Estás seguro de que quieres que te lleve en mi auto?
Ante esas preguntas, Theodore percibió que había un significado oculto, pero decidió no prestarle demasiada atención. Sin embargo, su rostro se oscureció cuando preguntó:
—¿Por qué te preocupas? ¿Tan caro es tu auto que crees que no puedo pagar un viaje en él?
—No me refería a eso —exclamó Everleigh impotente, no sabía cómo explicarle—. Olvídalo, haz lo que quieras, pero después no me culpes. Yo ya te advertí.
El auto de Everleigh estaba estacionado en la Universidad Médica de Ocpeace. Mientras lo buscaban, Everleigh y Theodore cargaron cada uno a un niño y recorrieron el campus hasta el lugar donde habían dejado el coche. Cuando finalmente lo encontraron, Theodore entendió por qué Everleigh estaba tan incómoda minutos atrás.
El auto era un pequeño Mini Cooper de solo dos puertas. Con solo verlo, Theodore supo que con sus 185 cm de altura le iba a costar un gran esfuerzo siquiera entrar.
—¿Por qué no mejor manejas tu auto? —preguntó Everleigh avergonzada.
Los dos niños ya se habían subido al asiento trasero con gran facilidad y, desde allí, Adrienne saludaba a Theodore con la mano.
—Papá, sube. Hace mucho calor afuera —insistió la niña.
En ese instante, Theodore miró a Everleigh, se desabrochó el traje y se subió al auto. Como entró sin hacer ningún comentario, ella tampoco dijo nada, solo se acomodó en el asiento del conductor y encendió el motor.
El diminuto coche blanco salió de la Universidad Médica de Ocpeace y entró en Rocham Street ni bien salió del campus. Rápidamente, Everleigh miró a Theodore por el rabillo del ojo y comentó:
—¿Es muy apretado para ti? Siéntete libre de ajustar el asiento.
—No es necesario —afirmó Theodore. De pronto, sus cejas se fruncieron y luego de unos segundos de silencio, preguntó—: ¿Por qué compraste este auto?
—Se lo compré a un amigo que lo vendía a muy buen precio.
La verdad sobre la compra del auto no era tan simple como había dicho, pero era demasiado perezosa para explicar la historia completa. La realidad era que compró el auto porque Christopher la engañó. Él le aseguró que era usado, fue por eso que ella no lo dudó y lo compró, de otra forma no lo hubiera hecho.
—¿Necesitas dinero? —preguntó Theodore con sus cejas aún más fruncidas.
—No, estoy bien. Pero debo pagar la educación de mis hijos, así que tengo que ahorrar en todo lo que pueda.
Ante la mención de los niños, un atisbo de preocupación brilló en los ojos de Theodore. Él sabía que no era fácil criar a un niño para una familia normal, no podía siquiera imaginar lo complicado que debía ser cuidar a dos niños siendo madre soltera. No obstante, Theodore no ahondó en el asunto.
Después de viajar durante media hora, finalmente llegaron al zoológico. El cielo se había puesto más oscuro todavía, pero seguía sin llover. Rápidamente se acercaron a la taquilla; era sábado y muchos padres aprovecharon para sacar a sus hijos a tomar aire fresco, por lo que la fila en la boletería se hizo larga.
—Hola —comenzó Everleigh cuando le tocó su turno—, dos boletos para adultos y otros dos para niños, por favor.
El empleado en el puesto la miró confundido y preguntó:
—¿Por qué no compra un pase familiar?
—¿Perdón? ¿Pase familiar? —exclamó Everleigh sorprendida.
—El pase familiar le da acceso al zoológico e incluye un paseo en bote de 30 minutos. Solo cuesta 299 dólares. ¿No le parece más conveniente que comprar las entradas por separado?
—¡Vamos! ¡Papá, vamos a ver al panda! —le pidió a Theodore mientras le agarraba el brazo.
Sin esperar respuesta, la niña se dio la vuelta y se fue, arrastrando a Theodore con ella. Alastair los siguió de cerca, dejando a Everleigh parada en el mismo lugar durante un instante, hasta que reunió el coraje para seguirlos.
No tardaron en llegar a Mundo Panda, que siempre fue el lugar más bullicioso del zoológico. Por supuesto, cuando los cuatro arribaron, el lugar ya estaba lleno de gente. Al cruzar el portal que daba la bienvenida, un empleado del zoológico con un sombrero de panda les entregó una credencial de acceso a cada uno de ellos.
—Es para el sorteo. ¡El ganador y su grupo tendrán la suerte de tomarse una foto con los pandas! —explicó el empleado.
—¿De verdad? —exclamó Adrienne emocionada. Al enterarse, agarró su credencial con fuerza y entusiasmo, y agregó—: ¡Sí! ¡Podré tomarme una foto con el panda!
Cuando al fin entraron al estadio, Everleigh se percató de que el lugar estaba repleto de gente y que si no se era lo suficientemente alto, no podría alcanzar a ver ni las orejas del panda.
—No puedo ver nada —se quejó Adrienne; luego hizo pucheros y siguió saltando, sintiéndose cada vez más frustrada.
De inmediato, Theodore se frotó la frente y le preguntó con suavidad:
—¿Quieres ver al panda?
—¡Por supuesto! —respondió ella.
Casi sin esperar que contestara, Theodore la levantó y la sentó en su hombro. El hombre medía casi dos metros; por lo general, ante una multitud era una figura imponente, pero ahora, con Adrienne sentada sobre sus hombros, se había convertido en el centro de atención por lo tierno que se veía.
—¡Guau! ¡Ahora sí puedo verlo! —dijo Adrienne señalando en dirección al panda. Al instante, una sonrisa se le dibujó en el rostro.
Los demás niños tampoco podían ver al panda y se pusieron celosos de Adrienne, así que le pidieron a sus padres sentarse en sus hombros, como lo había hecho ella. El lugar pronto se convirtió en todo un espectáculo con todos los padres subiendo a sus hijos sobre sus hombros.
En ese momento, Everleigh vio la hermosa sonrisa que brillaba en los labios de su hija mientras estaba sobre el hombro de Theodore y no pudo evitar que sus ojos se llenasen de una extraña sensación de calidez. Pensó que sería lindo que Theodore pudiera quedarse un poco más y disfrutar de momentos así.

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