Todavía le daba vueltas la cabeza y los ojos le ardían.
Valentina la siguió hasta el baño, arrugó la nariz ante el olor a alcohol y la miró con una cara de asco.
Se tapó la nariz con la mano y le soltó de mala gana:
—Camila, ¿quién te crees para hablarme así?
Camila la ignoró por completo. Sacó un frasco de gotas del bolso y se las aplicó en los ojos.
Al ver que no le contestaba, Valentina, con esa voz fingida y melosa que tanto le gustaba usar, intentó persuadirla:
—Hazte un favor y aléjate de Lean por tu cuenta. Si te vas, todavía podría convencerlo de que te dé algo de dinero, así no terminarías en la miseria.
Camila ni siquiera la volteó a ver.
Valentina perdió la paciencia de inmediato.
—¡Te estoy hablando! —lanzó, visiblemente molesta.
Camila, sin apurarse, le respondió:
—Déjame lavar los ojos primero, que acabo de ver algo desagradable.
—¡Tú...! —Valentina entendió de inmediato la indirecta.
¡Le estaba diciendo que era una porquería!
A punto de responderle con el doble de veneno, de repente recordó las palabras que Camila había pronunciado en el privado minutos antes; aquellas supuestas bendiciones.
Eso la hizo atar cabos. Una sonrisa burlona apareció en sus labios.
—Ya sé que todo lo que dijiste hace rato fue puro coraje, pero la verdad es que te queda poco de señora Ortiz.
Se acercó un poco más, con una mirada triunfante.
—Se me olvidó contarte: la señora Ortiz me dijo que, si yo logro embarazarme de Leandro, va a hacer que él se divorcie de ti de inmediato.
Valentina lo decía con un aire de victoria, casi como si ya hubiera ganado antes de empezar.
La señora Ortiz era la mamá de Leandro y su suegra, esa mujer que nunca la había querido y siempre la miraba con recelo.
De hecho, el único que alguna vez apoyó su matrimonio con Leandro fue su suegro, Diego Ortiz. Todos los demás, desde el principio, se opusieron.
Y después de cinco años de casados sin hijos, Sofía Ortiz la despreciaba todavía más.



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