Las voces de los niños llegaron hasta ellos antes de que Santiago pudiera siquiera procesar lo sucedido. Los hermanos compartían una feroz mirada protectora cuando se abalanzaron sobre él, y sacaron a Melinda de sus garras.
El giro de los acontecimientos tomó a todos desprevenidos. Santiago tuvo que soltar a Melinda y retrocedió unos pasos por el impacto antes de recuperar el equilibrio. Samuel estiró los brazos y se colocó frente a Melinda. Resopló mientras miraba a Santiago.
—¡Papá, para! Un hombre de verdad no le hace daño a su mujer.
Pamela se lanzó a los brazos de Melinda con preocupación en su rostro.
—Mami, ¿estás bien? ¿Te hizo daño?
—Estoy bien. —Melinda limpió las lágrimas de Pamela. Entonces, ella forzó una sonrisa a pesar de su pánico—. No te preocupes por mí.
Santiago lanzó una mirada sospechosa entre los niños y Melinda. Luego, ella frunció sus delicadas cejas. Una expresión seria se dibujó en su rostro. A Melinda le dio un vuelco el corazón cuando lo vio mirar a sus hijos. Ajena a la preocupación de su madre, Pamela miró a Santiago con los ojos llorosos.
—¡Papá es malo! ¡Ya no quiero a papá! ¿Cómo pudiste lastimar a mamá? ¡Eres un tipo malo! Eres malo.
No se echaba para atrás, aunque la presencia de Santiago era abrumadora. Cuanto más miraba Melinda a Santiago, más fuerte era el mal presentimiento que tenía.
—¡Deja de llamarlo así! No es tu padre.
—¡Tus palabras no significan nada! —Samuel se resistía a rendirse cuando Santiago estaba delante de él—. Yo digo que hagamos una prueba de ADN. ¿Qué te parece?
La terquedad de su hijo la dejó sin palabras.
—¡Samuel!
—Mami, has cargado con todo tú sola durante siete años. Él debería compartir algunas de tus cargas a partir de ahora. —Samuel se mantuvo ecuánime.
«¡No voy a dejar que papá se vaya!».
La expresión solemne de Santiago se suavizó, frunció los labios en una fina línea mientras se perdía en sus pensamientos. Se hizo el silencio.
—Regla doméstica número tres; un niño no debe decir mentiras. Pero mami, debería aplicarse también a los adultos. —Samuel la miró fijo—. Necesitamos saber, ¿el hombre de allí es mi padre y el de Pamela?
El muro que Melinda había estado construyendo para encerrar sus sentimientos se derrumbó ante una simple pregunta. Su cuerpo se puso rígido bajo los ojos insondables de Santiago mientras escuchaba cómo la máscara que se había puesto se resquebrajaba por dentro. No se atrevía a responderle a Samuel.
Santiago frunció el ceño ante su conversación. Enseguida se hizo cargo de la situación tras mirar a los rostros de los niños, que eran tan adorables como muñecos. Máximo siguió su ejemplo estudiando a los niños y descubrió que sus rasgos faciales se parecían a los de Santiago. El descubrimiento le dejó boquiabierto.
«Dios mío, es una locura. No puedo creer que no supiera nada de esto hasta ahora. ¿Cómo puedo llamarme ayudante especial del Señor Falcó si no sé nada de esto?».
Melinda exhaló. Cerró los ojos para evadirse de la realidad durante unos segundos.
«No puede ser verdad».
Temeroso de ofenderla, Samuel le rodeó la pierna con las manos.
—Mamá, ¿de verdad puedes culparnos? Echamos mucho de menos a papá. —Apeló a la simpatía de su madre—. Papá nunca aparece en ningún acto entre padres e hijos en el jardín de niños. Los otros niños siempre se ríen de nosotros, dicen que nos encontraste en la calle.
A Pamela le entristecieron las palabras, y las lágrimas le empañaron los ojos. Estaba indecisa sobre si aceptar o no el hecho de que Santiago era su padre.
«¡Papá es un mal tipo! ¡Es grosero con mamá! ¿De verdad quiero que sea mi padre?».
Al no ver ninguna posibilidad de convencer a Melinda, Samuel tiró del vestido de Pamela.
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