Santiago la miró con dulzura, pero ahora sus emociones estaban revueltas.
—¡Papi! Soy Samuel —Se presentó el niño—. ¡Te admiro mucho! Eres el papá más genial del mundo.
Los ojos del hombre se volvieron más suaves. Con una pequeña sonrisa en los labios, sacó su móvil y envió un mensaje a su mayordomo. Los niños fueron llevados directo a Puerto Esmeralda tras entrar a la ciudad. Puerto Esmeralda era donde residía Santiago. Aquel costoso terreno era un retiro del ajetreo de la ciudad y contaba con elegantes alrededores.
Su Lamborghini siguió adelante y se detuvo en el enorme patio situado frente a una casa de Puerto Esmeralda. El sol que flotaba en el cielo brillaba sobre el sendero ajardinado en el que se extendían numerosos adoquines. Había arbustos de flores de rosas de una belleza impresionante a lo largo del sendero mientras Santiago conducía a los niños al salón. No muy lejos había dos brillantes autos deportivos de juguete colocados sobre el césped.
—¡Vaya! ¡Qué genial!
Los ojos de Samuel brillaron en cuanto vio los juguetes. Santiago soltó entonces las manos de los niños y les dio unas palmaditas en la cabeza.
—Vayan a jugar con ellos si quieren. Los preparé en especial para ustedes dos.
—¡Sí! ¡Eres tan genial, papá! —Extasiado, Samuel tomó la mano de Pamela—. ¡Vamos, Pamela! ¡Vamos a jugar con los autos deportivos!
El tranquilo patio se fue alborotando poco a poco mientras los niños conducían sus autos de juguete e iban en círculos.
—Señor Falcó —saludó a Santiago con gran respeto, Gael Suárez, el mayordomo vestido de traje—. La habitación de los niños ha sido preparada como usted ordenó. También se están preparando los artículos de la lista.
—Gracias.
Gael le entregó entonces dos bolsas de muestras de las que Santiago deslizó el cabello que sostenía entre los dedos.
—Hazles compañía y juega con ellos. Debes mantenerlos a salvo.
—Sí, Señor Falcó.
Gael hizo una respetuosa reverencia. Después de guardar las bolsas de muestras, Santiago volvió a subirse a su Lamborghini de edición limitada cuando su chofer le abrió la puerta. El auto no tardó en alejarse. Diez minutos después, el Lamborghini aminoró la marcha y entró en otro patio. Se trataba de la residencia de su médico personal, Tirso Cabrera, que también era una de las personas en las que Santiago más confiaba.
Tras entregar la muestra a Tirso, Santiago se sentó en el sofá y esperó paciente el resultado. La imagen de la mujer enredada con él bajo las sábanas siete años atrás volvió a su mente. Sentía como si un fuego ardiera en su interior cuando recordaba ciertos detalles de aquella noche. Entonces se frotó rápido la punta de la nariz con sus finos dedos. Pasaron otros diez minutos antes de que Tirso, que llevaba una bata blanca, saliera y le entregara a Santiago dos resultados de análisis.
—Por favor, écheles un vistazo, Señor Falcó —pronunció.
Después de que Santiago se acercara para agarrarlo, sus agudos ojos recorrieron el contenido y por fin se posaron en la última frase:
«Probabilidad de paternidad: 99,99%».
El Lamborghini volvió a Puerto Esmeralda. Con los resultados de las pruebas en la mano, Santiago no pudo evitar recordar aquella noche de hace siete años y a la mujer de la que no sabía si tenía suerte o no. Entonces le había dejado un anillo, pero ella nunca vino a buscarlo. Esta era la única razón por la que él pensaba que ella era diferente de otras mujeres. Melinda era la única mujer que no le daba asco cuando se acercaba a su cuerpo, incluso él mismo estaba desconcertado por esta extrañeza.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Descubriendo a mi esposa