— ¡Aurora, despierta! — gritaba mi madre desde la puerta de mi habitación.
— Todavía son las cinco de la mañana, no es mi hora de salir — respondí asustada, mirando la hora en el reloj del celular.
— Hoy no vas a salir. Alice tiene fiebre, y te vas a quedar con ella porque Sandro solo no puede encargarse de ella enferma.
— Pero quedé en encontrarme con Isa hoy.
— La próxima semana la ves, Alice es más importante — dijo, sin importarle lo que yo decía.
— Mamá, es que…
— Escucha bien — ya venía hacia mí, sujetándome del cuello —. Vas a cuidar a tu hermana y no vas a salir de su cuarto para nada, ¿entendiste?
— Entendí —, mi respuesta salió como un susurro, por la falta de aire, porque sus manos apretaban fuerte mi cuello.
— No quiero que tú y Sandro hablen de nada que no sea sobre Alice. ¡Nada de bromitas, niña!
— Parece que usted lo quiere más a él que a mí.
— No es momento de discusión ni dramas. Ve al cuarto de ella y acuéstate junto a su cama.
— ¿Usted quiere que yo me acueste en el suelo? — Yo sabía que mi madre ya no me quería y me maltrataba como y cuando podía, pero cada vez que decía algo así, aún me sorprendía la frialdad que salía de su boca.
— Si no quieres dormir, ponte a planchar la ropa que lavaste ayer. No te olvides de separar por colores cuando la guardes; si no, después es difícil encontrar las prendas.
Salió de la habitación sin esperar respuesta. Me levanté y me puse la ropa, muy recatada. Nada de shorts ni ropa que marcara mi cuerpo, y fui al cuarto de mi hermanita.
Alice tenía dos años, era un dulce de niña, claro, porque yo la criaba así. Siempre nos llevamos bien; la amaba mucho. Desde que nació, fui yo quien la cuidó, le di su primer baño, la llevé a las consultas mensuales con el médico.
Mi madre y Sandro también la amaban, más que a nada en el mundo; darían la vida por ella si fuera necesario. El cuidado que no tienen conmigo, lo tienen de sobra con ella, lo cual me dejaba un poco aliviada, porque cuando yo me fuera, sabría que ella estaría bien cuidada.
Entré al cuarto de Alice; estaba arropada y dormía, pero su carita mostraba dolor. Le tomé la temperatura, le di el medicamento y me acosté a su lado. Sabía que mi madre no volvería a entrar antes de las siete, hora en que se levantaría para ir al trabajo.
Amaneció; mi madre ya se había ido a trabajar. Sandro vino a ver a Alice dos veces por la mañana.
Ahora son las una y media de la tarde, y aún no he almorzado. Alice parecía estar mejor; la fiebre había bajado y comía todo lo que le ofrecía. Acababa de dormirse, así que fui a la cocina a comer algo, porque estaba muriéndome de hambre. Sandro estaba de pie frente al fregadero, bebiendo agua.
— ¿Dónde está Alice? — preguntó con un tono áspero.
— Acaba de dormirse, la fiebre ya pasó — respondí sin mirarlo.
Empecé a servirme el plato y me acordé de Isa. Quizás, ahora que Alice estaba mejor, podría salir a despedirme de ella. En mi inocencia, le pedí permiso a mi padrastro.
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