Después de hablar con sus padres y explicar todo lo que necesitaría, como seguro de salud, autorización y los documentos exigidos en el país, Eloá subió a su habitación, convencida de que por fin tendría un momento de descanso. Sin embargo, al abrir la puerta, se encontró con Elisa acostada en su cama.
Su hermana estaba inmóvil, con los ojos abiertos, mirando el techo en silencio. Su semblante distante revelaba lo pensativa que estaba.
— ¿Qué haces aquí? — preguntó, sorprendida.
— Te estaba esperando — respondió Elisa, sin apartar la vista.
Suspirando discretamente, Eloá se acercó despacio y se acostó junto a Elisa. Las dos se cubrieron con la misma manta y, por un instante, se quedaron allí, mirando al techo como solían hacer cuando eran niñas.
— Perdón por lo de esta mañana —dijo Elisa, rompiendo el silencio—. No quería ponerte nerviosa.
— Está bien —respondió con voz suave—. Creo que, si hubiera sido al revés, yo también habría reaccionado así.
— ¿De verdad te vas al extranjero?
— Sí.
Un nuevo silencio se instaló entre ellas, más denso. Como si cada segundo sirviera para que Elisa procesara lo que aquello realmente significaba. Entonces, después de un tiempo, volvió a hablar.
— Hermana… —giró un poco el rostro hacia ella—. Es por Henri, ¿verdad?
Intentando encontrar una respuesta convincente, algo que desviara el tema o al menos aliviara el peso de la pregunta, Eloá mordió sus labios. Pero su silencio… lo decía todo.
— ¿Crees que vas a poder olvidarlo así? —insistió Elisa, con voz baja.
— Espero que sí —murmuró, con un tono que oscilaba entre la duda y la esperanza.
— ¿Y si no puedes?
— Al menos tendré un título en mano… de una de las mejores universidades de Estados Unidos —respondió, intentando disimular el dolor con una risita ahogada.
Las dos rieron juntas, como siempre lo hacían, pero enseguida Elisa volvió a mirarla, ahora con el rostro más serio.
— No quiero que te vayas, de verdad —confesó, con voz baja, como si temiera que decirlo hiciera todo más real aún—. Pero lo entiendo. A veces, uno tiene que seguir su propio camino, aunque duela.
Girando el rostro hacia su hermana, Eloá esbozó una leve sonrisa.
— Va a doler, sí… pero no quiero que nos alejemos por eso.
— Yo tampoco —respondió Elisa, con los ojos llenos de lágrimas—. Entonces prométeme que me mandarás mensajes todos los días.
— Lo prometo.
— ¿Y videollamadas al menos dos veces por semana?
— También lo prometo.
— ¿Y qué me contarás todo lo que pase allá, incluso si un chico guapo te mira?
Eloá río bajito.
— Está bien, lo prometo todo eso.
Elisa se giró de lado y abrazó a su hermana, como lo hacían cuando eran pequeñas.
— Voy a extrañarte tanto…
—Yo también, hermanita.
Se quedaron allí en silencio, con el corazón apretado, pero también lleno de un amor que ni la distancia podría borrar.
[…]
Por la mañana, Elisa despertó en la habitación de su hermana al sonido de una notificación en el celular. Era su novio.
«¿Vamos a desayunar juntos en la capital?»


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