Narra Freya.
A la mañana siguiente, a la hora exacta en la que habíamos acordado encontrarnos, me quedé sola, esperando, pero Caelum nunca apareció.
Un dolor comenzó a florecer en mi pecho, lento y constante, como la escarcha que se extiende por el cristal. Me dije a mí misma que tuviera paciencia, me convencí de que él llegaría. Que seguramente, esta vez, no me decepcionaría.
Entonces alcancé el enlace mental, con un destello de esperanza. Tal vez estaba en camino; pero cuando respondió, su voz no estaba apresurada ni apenada por el retraso. Era plana, aburrida.
—Aurora se desmayó esta mañana —me informó—. Dijo que se despertó mareada y no podía respirar. Me estoy quedando con ella en la enfermería para observación.
En segundo plano, su voz se unió, ligera, aérea, perfectamente sincronizada.
—Caelum, ¿podrías acomodar mi almohada de nuevo? La que está detrás de mí cuello me está mareando.
Entonces lo escuché reírse suavemente, como si ella estuviera hecha de cristal.
—Por supuesto, cariño. Dame un segundo.
La línea se cortó. Así nomás. Sin disculpas. Sin explicaciones. Sin remordimientos.
Un simple desmayo era más importante que un funeral. Él la había elegido. Otra vez.
Miré el espacio en silencio donde había estado su voz, mientras mi garganta se apretaba como un lazo. Parte de mí quería gritar, enfurecer, llorar. Pero no lo hice. En cambio, me levanté, y enderecé mi espalda. Luego salí de la finca Silverfang sin mirar atrás.
El viento era frío cuando salí, pero mi sangre ardía más caliente con cada paso.
Conduje sola hacia la guarnición exterior. Los cuarteles de guerra se alzaban en un silencio solemne, sus torres de piedra perforaban la niebla matutina. Los Guardias flanqueaban las puertas, vestidos de negro ceremonial, portando el emblema de la legión caída de la Nación Licántropa.
Bajé del coche, mis botas crujieron contra las piedras, y levanté la barbilla.
Habían pasado tres años desde que me retiré de la Unidad de Reconocimiento Iron Fang, pero mi postura no lo había olvidado. Tampoco lo había hecho mi alma.
Así que caminé hacia la primera línea de Guardias, y me quedé quieta. Luego, con un propósito lento, levanté la mano en un saludo nítido e inquebrantable. Pues aunque estuviera sola, y no hubiera una sola alma a mi lado, los honraría.
Mi voz resonó en el aire de la mañana:
—Ex Comandante de la Unidad de Reconocimiento Iron Fang, Freya Thorne, informando para recibir las cenizas de la Curandera Myra y el Comandante Arthur Thorne, caídos en servicio a la Nación Licántropa.
Mis palabras resonaron en los cuarteles. Y entonces, las puertas se abrieron con un chirrido. Y luego, dos filas de soldados salieron, con cada movimiento perfectamente sincronizado. Se alinearon en el camino, con ojos de acero y reverentes, levantando sus brazos en un saludo solemne.
Un segundo después, en su centro, apareció una figura que no había visto en años; el General Aldred, uno de los compañeros más cercanos de mi padre. Llevaba una armadura de gala. En sus manos, llevaba una urna de ónix tallada, cubierta con el estandarte de batalla carmesí y dorado de la Nación Licántropa.
Mis ojos ardían. Ese rojo, ese estandarte. No era solo tela. Era creencia, sacrificio. Era el último aliento de mis padres, plegado en los colores por los que sangraron.
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