Desconcertado, volvió a su mesa y siguió comiendo.
Poco después de la pausa para comer, Jaime solucionó los atrasos. Pensaba enviarle la información a Tomás y dejar que se encargara de ello. Si no se las arreglaba, iría a visitar en persona a los deudores. De lo contrario, sería una pérdida de tiempo hacerlo todo él mismo.
Justo cuando lo hacía, se produjo una repentina conmoción en el Departamento de Ventas. A raíz de ello, todos dirigieron sus miradas en dirección a la oficina y susurraron entre ellos.
A Jaime le picó la curiosidad, así que se acercó a María y le preguntó:
—¿Qué pasó?
—Vuelve a tu escritorio y haz tu trabajo. La Señorita Serrano acaba de llegar. Hacía tiempo que no venía, y nadie sabe por qué vino al Departamento de Ventas. En cualquier caso, ya entró en la oficina. Mantente alerta y no la ofendas, no vaya a ser que me metas en un problema —contestó fría mirándolo.
En respuesta, Jaime frunció un poco el ceño.
—¿Señorita Serrano? ¿Josefina está aquí?
Ante su pregunta, todos le dirigieron al instante sus miradas. María lo miró queriendo matarlo y gruñó:
—¿Ya no quieres vivir? No puedes tutear a la Señorita Serrano. No me metas en problemas.
Todos se distanciaron de él, temiendo que los arrastraran en un desastre si decía algo que ofendiera a Josefina.
—Date prisa y vuelve a tu trabajo, Jaime. ¡No digas más tonterías!
Hilda arrastró a Jaime de vuelta a su escritorio para que retomara su trabajo.
Justo en ese momento, Santiago estaba en su oficina con los ojos cerrados, planeando tomar una siesta después de haber tomado un poco de vino durante el almuerzo. Cuando escuchó el ruido de la puerta, no abrió los ojos porque sabía que nadie más que sus subordinados pasaría a esa hora.
Además, la única persona que se atrevía a entrar en su oficina sin tocar la puerta era María. Si alguien más se atrevía a hacerlo, lo regañaría.
—Llegaste en el momento oportuno, María. Acércate y masajea un poco mis sienes. Tengo un leve dolor de cabeza —murmuró con los ojos cerrados.
Josefina palideció mientras lo miraba.
—¿Me estás pidiendo que te masajee las sienes?
Cuando sus palabras sonaron, los ojos de Santiago se abrieron de golpe. En el momento en que vio a la mujer de pie frente a él y mirándolo con frialdad, su expresión cambió en un abrir y cerrar de ojos.
¡Pum!
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