La lluvia se había ido y el cielo comenzaba a aclarar. La luz de la mañana entraba apenas, suave y tibia, a través de los ventanales inmensos. En el piso reluciente, el sol dibujaba una mancha dorada, como si quisiera borrar la memoria de la tormenta de anoche. Afuera, las gotas que aún colgaban de las hojas eran el único testimonio de que el viento y el aguacero no habían sido un mal sueño.
Gabriela abrió los ojos en medio de ese silencio absoluto.-
No había dormido. O mejor dicho, su mente se negó todo el tiempo a rendirse al descanso. Pasó la noche entera así, inmóvil, sentada sobre el suelo helado, permitiendo que dos vidas tan diferentes chocaran y se desgarraran dentro de su cabeza, hasta comenzar a fundirse en una sola.
Por un lado, estaban los veintidós años que recordaba como la Gabriela genio. Ahí todo era código, algoritmos, retos científicos sin fin, el cariño de sus padres, la confianza de sus maestros y amigos. El mundo se le mostraba claro, ordenado, lleno de oportunidades.
Por otro, esos dos años breves con la mentalidad de una niña, convertida en la “esposa” de alguien. En esos recuerdos, el mundo era pequeño: solo existía esa mansión lujosa, que sentía como una jaula, y un hombre llamado Alan. Allí, la realidad era difusa, los sentimientos simples y el futuro dependía de lo que él decidiera.
Ahora, por fin, todo había terminado.
Aquella entrega total, esa dependencia ciega nacida durante esos dos años, se le antojaba ahora un chiste cruel. Lo que creyó su salvación resultó ser un engaño de principio a fin. El supuesto héroe que pensó que la rescataba fue, en realidad, quien la arrojó al abismo y le robó todo lo que era.
El dolor le atravesó el pecho, se le extendió a cada rincón del cuerpo, pero su cara no mostró nada.
Tras esa oleada de tristeza, solo quedó una calma helada, cortante, como si se hubiera vaciado por dentro.
Se puso de pie con lentitud, descalza, y recorrió la casa donde había pasado los últimos dos años. Cada rincón le devolvía ecos de su ingenuidad, de sus intentos por agradar a Alan. En el jardín que cuidó con tanto esmero, en los pasteles que aprendió a hacer para él, en el sillón donde se quedaba dormida esperándolo cuando llegaba tarde...
Todo ese velo de ternura se rompía ahora, dejando solo la verdad dura y amarga de haber sido utilizada.
Gabriela llegó al estudio, ese espacio que Alan había reservado siempre para sí mismo y al que ella rara vez entraba. Sobre el escritorio, una computadora de las más potentes, la herramienta de Alan para llevar los asuntos de su empresa.
Se sentó. Sus dedos largos y pálidos flotaron un instante sobre el teclado, dudosos. Era como si los músculos recordaran, por puro instinto, lo que habían olvidado durante esos dos años.
Pero enseguida, sus manos retomaron el ritmo de antes, ágiles, seguras, casi imposibles de seguir con la vista.
Tecleó su propio nombre: Gabriela.
Enter.
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