—¿Te parece bonita? —preguntó Samuel.
—La verdad, sí lo es —respondió Rocío.
Pero, para ser sincera, lo que más brillaba era el dinero.
¡Ochenta millones de pesos!
Ese hombre sí que nadaba en billetes.
Rocío siempre había considerado que no le iba nada mal; cada año, era capaz de juntar más de tres millones.
Pero al lado de Samuel Lázaro y su montaña de dinero, ella apenas era una bacteria en el lomo de una hormiga.
—¿Quieres que te la ponga? Esta cadena de zafiros quedaría perfecta en tu cuello largo —dijo Samuel, sacando el collar del estuche con la intención de ponérselo él mismo.
Rocío, sin pensarlo, retrocedió varios pasos.
Después, empujó el estuche hacia Samuel.
—Perdón, pero esto es demasiado caro, no puedo aceptarlo. Además, lo mejor sería que mantuviéramos nuestra relación solo en lo laboral, evitemos cualquier trato fuera del trabajo. En el trabajo, fingiré ser… tu amante, si eso necesitas.
—¿Y tú crees que tienes derecho a decir que no? —la voz de Samuel se tornó burlona.
—¿Cómo dices?
—Tal vez las primeras veces que nos cruzamos fue pura casualidad: te topaste conmigo en la calle, después me viste por accidente en la entrada de los Zúñiga. Pero en la fiesta de cumpleaños de los Zúñiga, tú fuiste quien, delante de todos, decidió tomar la iniciativa y seducirme. Lo hiciste a propósito, para que salvara a tus tres niños. Ahora vienes a decirme que no quieres seguir con esto?
Rocío se quedó sin palabras.
Era cierto: ella había sido quien tomó la iniciativa con Samuel.
—Si pude asegurarme de que tus tres hijos salieran ilesos de la fiesta, también puedo hacer como si no existieran. Si dejas de cooperar conmigo y digo públicamente que entre tú y yo no hay nada, estoy seguro de que, para mañana, tú y tus hijos estarán fuera de Solsepia.
Samuel volvió a colocar el zafiro en el estuche y lo empujó hacia ella.
—Te guste o no, tienes que aceptarlo. La mujer que está conmigo no puede andar con ropa ni joyas de segunda.
Sin agregar otra palabra, el hombre giró sobre sus talones y se marchó.
Esa palabra, “amante”, le sonó como una bofetada.
El coraje hervía dentro de Rocío. Sacó del bolsillo la pequeña navaja que siempre llevaba consigo y se lanzó tras Samuel.
Pero antes de que pudiera acercarse, Samuel, sin siquiera voltear, dijo:


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