Entonces, Rocío levantó el pie y le dio una patada al carro de Simón.
Simón no pudo ocultar lo incómodo que se sentía.
Rocío se acercó a la puerta del carro y dijo:
—Perdón, señor Paredes. Lo de que ustedes me persiguieran el otro día, Elvia lo sabe.
—Tu familia es muy buena. Aunque no tengan la misma sangre, se quieren mucho y se protegen. Yo los envidio, de verdad. Descansa, yo ya me voy.
Apenas terminó de hablar, Simón encendió el motor.
Al girar en la esquina, volvió a mirar a Elvia. Por primera vez, ese Simón tan serio no perdió la oportunidad de bromear con ella.
—Nos vemos, pequeña picante.
Elvia se quedó sin palabras.
—¡¿Me acaba de decir pequeña picante?! ¡¿Quién se cree?! ¡¿Quién le dio permiso...?!
Rocío la interrumpió, soltando una carcajada.
—Está guapo, mide como un metro ochenta, tiene treinta y dos años, es un cirujano de renombre en el país, gana millones al año...
Ni siquiera terminó de presumir cuando Elvia soltó un grito:
—¡Dime cómo se llama! ¡Me lo llevo a la cama! ¡Eso sí haría rabiar a la familia Zúñiga, esas víboras!
Rocío la miró con cara de incredulidad.
—A ver, ¿vas a dormir con el papá de Lázaro o con el vecino galán de las Zúñiga?
—¡Me quedo con los dos!
Rocío se quedó muda.
Bajó la mirada hacia Sergio.
—Llévala a casa, no dejes que siga haciendo el ridículo aquí.
Sergio, como si fuera un becerrito, la tomó del brazo y empezó a arrastrarla rumbo a la casa con todas sus fuerzas.
La abuela, que iba detrás, miró a Rocío con preocupación.
—Roci, ¿te sientes cansada? Te veo con una cara de agotamiento...
—Abuelita, hoy sí estoy agotada. Vámonos a casa a comer, y después de comer solo quiero dormir —dijo Rocío, abrazando el brazo de la abuela con cariño, como cuando era niña.
Mientras caminaba junto a Elvia, Sergio y la abuela, de pronto a Rocío se le aclaró la mente.
Quizá no tenía una red de amigos poderosos como Mireya, pero tenía a su abuela y a Elvia, que la protegían con todo su ser.
Y tenía a su hijo Sergio, ese niño tan especial que siempre le daba calor al corazón.
Además, Fabián, Samuel y el señor Esquivel no dejaban de tenderle la mano.

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