Lázaro permaneció en silencio.
Él ya había dado la orden: nadie de la familia Valdez, ni siquiera el personal de servicio, debía llamar a Rocío.
No iba a consentir a Rocío.
¡Ni una sola vez!
¡Y mucho menos pensaba darle la más mínima oportunidad!
Sin embargo, según los resultados del médico, Carolina tenía fiebre persistente por una gastritis aguda infantil causada por debilidad en el estómago, nada más.
En pocas palabras, desde que Rocío se fue de la casa de los Valdez, hacía más de un mes, Carolina no había comido bien ni un solo día.
De los cuatro empleados que llevaban más de diez años trabajando en la familia, ya había despedido a dos.
Nada servía.
Ninguno de los cuatro lograba cocinar algo que Carolina quisiera comer.
Ni hablar de Carolina, hasta él mismo comía a disgusto.
Tuvo que admitirlo: Rocío sí que los tenía amarrados a ella, tanto a él como a Carolina, por el estómago.
Pero mientras más claro lo tenía, más despreciaba a Rocío, convencido de que esa era su forma más baja y retorcida de atarlos.
Lázaro seguía callado, así que Fernanda comenzó a insistir:
—Lázaro... Carolina ya me contó lo que pasa. Si no quieres a Rocío, pues no la quieras, pero igual podrías dejarla trabajar en la casa como empleada.
Rocío, sentada en la esquina, escuchó cada palabra.
¿Todavía soñaban con volverla sirvienta?
¡Qué descaro!
Fernanda no se detuvo:
—Si Rocío trabaja en tu casa como empleada, podría cuidar de ti y de Carolina, y también de Mire. Carolina me contó que a Mire le fascinan los platillos que prepara Rocío.
En ese momento, Mireya intervino, con una voz suave, casi conciliadora:
—¿Por qué mejor no dejamos que Rocío venga a trabajar como empleada en la casa?
Lázaro, con un tono cariñoso hacia Mireya, respondió:



VERIFYCAPTCHA_LABEL
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Desquite de una Madre Luchona