El corazón de Rocío dio un vuelco.
Pero solo respondió, con voz serena:
—Carolina y yo no tenemos ninguna relación. Que tenga fiebre y necesite suero no es nada grave. Su papá, sus abuelos, su tía y hasta su nueva mamá pueden cuidarla. De ahora en adelante, dile a la familia Valdez y a las empleadas de la casa que no me llamen.
En cuanto terminó de hablar, Rocío estuvo a punto de colgar.
—¡Roci, escúchame! —esta vez, Elvia hablaba muy seria.
—¿Qué pasa?
—El hijo de tu tía, ese que falleció joven, también empezó así, con fiebre constante… tenía una enfermedad en la sangre…
—¡Pum!
El celular de Rocío se le cayó de las manos.
—Roci, ¿Roci? —la voz de Elvia se escuchaba angustiada al otro lado.
Pasaron varios segundos antes de que Rocío recogiera el teléfono, y cuando lo hizo, su voz temblaba:
—Elvia, ¿en qué hospital está Carolina?
—No lo sé…
Rocío cortó la llamada de inmediato y, sin perder tiempo, marcó al número fijo de la casa de Lázaro.
Alguien contestó casi al instante.
Reconoció la voz: era la empleada nueva que había hablado con ella la última vez.
—¿Es usted, señora? Buenas tardes. El señor Valdez nos prohibió llamarla, por eso no me atreví a marcarle. Pero encontré el número de su amiga aquí en la casa, y por eso la contacté…
—¿Qué le pasa a Carolina? —la urgencia se le notaba en cada sílaba.
—La niña tiene fiebre muy alta y no se le baja, además ha estado vomitando. En medio de la fiebre dice cosas sin sentido y llama a… su mamá —explicó la empleada, sin adornos.
—Mi hija… ¿Sabe a qué hospital la llevaron? —la ansiedad de Rocío era imposible de ocultar.
Aunque Carolina la había herido una y otra vez, escuchar que su hija deliraba con fiebre y la llamaba en su confusión, le dio un nudo en el pecho.
En cuanto la empleada le dijo el nombre del hospital, Rocío agarró su bolso y el abrigo y salió corriendo.
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