Héctor no podía disimular la emoción, como si ya estuviera contando los billetes en su cabeza.
En Clarosol, antes de casarse, había una tradición: las madres llevaban a sus hijas a la Iglesia de San Pablo para pedir una bendición.
Marisa, en realidad, no pensaba ir.
—Mamá, ya me voy a casar por segunda vez, ¿no crees que ya no hace falta?
Yolanda le lanzó una mirada cariñosa, aunque firme.
—Ay, hija, ¿qué cosas dices? No importa si es la primera o la segunda, sigue siendo uno de los momentos más importantes de tu vida. Y por eso, hay que hacerlo con todas las de la ley.
Marisa, medio resignada, enganchó su brazo al de Yolanda y apoyó la cabeza en su hombro.
—Mamá, de verdad que me consientes demasiado.
Yolanda le devolvió la mirada, entre divertida y preocupada.
—Marisa, si te mostraras así de dulce y tierna con Rubén, seguro que todo sería más fácil. Los hombres, ya sabes, les encanta que una los apapache de vez en cuando. El problema es que con Rubén siempre eres tan cortante, tan distante.
Porque, aunque su hija era lista, talentosa, capaz de destacar en cualquier cosa que se propusiera —hasta la pintura al óleo, que para muchos es casi imposible—, en lo que respectaba a los hombres, parecía una niña que no entendía nada del asunto.
Yolanda no podía evitar sentirse inquieta.
Marisa, al escucharla, volvió a ponerse seria. Su expresión se endureció al pensar en la idea de comportarse así de cariñosa frente a Rubén. Solo de imaginarlo, sentía que se moría de vergüenza.
Yolanda, que la conocía de sobra, no pudo más que sonreír y acariciarle el cabello con ternura.
—Ya, ya, hija. Sé que todavía no tienes tanta confianza con él. No te voy a presionar. Solo quiero que seas feliz y que las cosas te resulten más sencillas. Tómate tu tiempo, no hay prisa.
Marisa fue honesta, sin rodeos:
—Mamá, la verdad, siento que mi vida ahora está bien así.
Yolanda le tocó la nariz con el dedo, como cuando era niña.
—Nosotras, las mujeres, debemos aprender a estar preparadas incluso en los mejores momentos.
—Te espero ahí.
Esa noche, la Iglesia de San Pablo estaba tranquila. No era un día especial para bodas, así que casi no había gente.
De vez en cuando, pasaban madres con sus hijas, todas con el rostro iluminado por la ilusión y la alegría.
Marisa recordó la primera vez que fue a esa iglesia, tres años atrás. También iba así, con un poco de nervios y un montón de sueños inocentes sobre el matrimonio.
Sonriendo, pensó en aquel día en el que había sacado el papelito de la suerte, asegurando que todo iría bien, y caminó entre los árboles centenarios que rodeaban la iglesia.
¿Quién hubiera imaginado que, tres años después, estaría otra vez aquí, con el corazón tan cambiado?
Sin darse cuenta, se dejó llevar por sus pensamientos, caminando distraída hasta que notó que estaba en un sendero solitario.
Cuando volvió en sí, se dio cuenta de que los arbustos a su alrededor eran tan altos que la superaban.
La noche estaba oscura y ventosa. Sacó su celular y encendió la linterna. Al levantarla, una cara llena de rabia apareció justo frente a ella.

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