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El día que mi viudez se canceló romance Capítulo 109

Claudio pisó el freno hasta el fondo y no pudo evitar preguntarse, ¿a qué velocidad venía Rubén? Él apenas había logrado llegar, y Rubén ya estaba ahí.

El carro de Rubén ni siquiera se había detenido por completo cuando él ya se había bajado y salió corriendo directo hacia la pequeña cabaña oscura.

Claudio pensaba alcanzarlo para decirle un par de cosas, pero lo único que pudo ver fue la sombra de Rubén alejándose. No le quedó más remedio que apurarse y seguirlo adentro.

Dentro de la cabaña, apenas iluminada y húmeda, Marisa estaba sentada, con los ojos vendados y atada a una silla vieja y desvencijada.

Rubén encendió la linterna del celular y dirigió la luz hacia Marisa.

Su cabello, normalmente tan suave, estaba hecho un desastre; en sus muñecas se notaban varias marcas rojas, señal de que había forcejeado intentando liberarse.

Rubén se agachó y, con manos temblorosas, comenzó a desatar la cuerda de nylon que mantenía sujetas las manos de Marisa.

Ella, al sentir que alguien la tocaba, instintivamente retrocedió todo lo que pudo. Pero, en cuanto percibió ese aroma tan familiar a madera de pino, pareció relajarse un poco.

Antes de que Rubén pudiera decirle algo para tranquilizarla, Marisa, con una calma sorprendente para alguien en esa situación, preguntó:

—¿Rubén?

Rubén apenas pudo contener la emoción; los ojos se le humedecieron. En cuanto terminó de desatarle las manos, le quitó la venda negra de los ojos.

La tenue luz que se filtraba por los tablones permitió que Marisa, poco a poco, se acostumbrara y pudiera distinguir el rostro de Rubén frente a ella.

Los ojos de Rubén reflejaban una mezcla de dolor y preocupación.

Se acercó más, le acarició la mejilla con mucha suavidad y le susurró:

—Marisa, ya no tienes que temer, estoy aquí.

El cuerpo de Marisa, que hasta ese momento estaba tenso como cuerda de guitarra, por fin se relajó. Lo primero que le vino a la mente fue que ya estaba a salvo, y que podría asistir a la boda al día siguiente.

Le angustiaba perderse la boda y que la familia Olmo pensara que la familia Páez no cumplía con su palabra.

Claudio, parado en la puerta, sintió que ni siquiera necesitaba cenar esa noche: con tanto romance, ya tenía el estómago lleno.

Rubén se agachó y levantó a Marisa en brazos, llevándola directo hacia la puerta desvencijada.

Claudio seguía parado ahí como si fuera el guardián del umbral.

Rubén lo miró de arriba abajo con impaciencia, y Claudio, entendiendo la indirecta, se hizo a un lado.

Pero bueno, Rubén siempre había sido así, poco dado a las formalidades.

—Ya está todo claro, déjame contarte...

Apenas Claudio comenzó a hablar, Rubén levantó la mano para interrumpirlo.

—Perfecto, mientras lo tengas claro. Marisa está asustada, la llevo a casa. Cuando todo esté en orden, te llamo.

A Claudio se le escapó una mueca de fastidio. Ni siquiera disimuló.

—Ya, ya, vete de una vez, aquí te espero para cuando me llames.

Rubén ni siquiera esperó respuesta. Apenas terminó de hablar, se dio la vuelta y se dirigió al carro.

En su cabeza y en su corazón, no había espacio para otra cosa que no fuera Marisa.

Claudio vio cómo el carro se alejaba, levantando polvo por el camino.

—Vaya, sí que está bien enamorado —murmuró con una mezcla de envidia y resignación.

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