Y además, tenía que ser alguien como Rubén.
Tal como lo había imaginado, los ojos de Rubén se volvieron intensos, y le lanzó a Claudio una mirada que podría haberlo taladrado.
A Claudio, por otro lado, le daba lo mismo. Seguía con esa actitud despreocupada, como si nada lo tocara.
Pero Marisa sí que empezó a ponerse tensa.
Rápido buscó justificarse:
—Señor Cano, el señor Olmo no es ningún arrastrado, mucho menos el mío...
No alcanzó a terminar la frase cuando Rubén soltó, sin rodeos:
—¿Y qué tiene de malo ser un arrastrado? Yo sí lo soy, soy el arrastrado de Marisa. ¿A poco no han oído que el que insiste termina llevándose todo?
Marisa sólo pensó que Rubén decía eso porque ya estaba al límite de su paciencia.
Claudio se encogió de hombros.
—Mírate nada más... qué espectáculo.
Cristian, notando el ambiente pesado, decidió cambiar de tema.
—Oigan, dicen que aquí el vino está bueno. Ya que pusimos tanto para el regalo, ¿no deberíamos probarlo? Si no, todo sería para Rubén.
Mientras todos discutían qué pedir, Rubén bajó la voz y se inclinó hacia Marisa.
—¿Estás cansada? Si quieres, te llevo a casa.
La verdad, Marisa no había dormido bien la noche anterior. Entre el cansancio y el estrés del día, sentía que las emociones la habían dejado hecha trizas.
Pensaba que debería quedarse para acompañar a Rubén y sus amigos, pero tras meditarlo unos segundos, se dio cuenta de que, si los chicos planeaban hacer algo más animado, su presencia tal vez sería incómoda.
Así que al final asintió.
—Está bien.
Se levantó por su cuenta.
—Rubén, quédate tú a atender a tus amigos, yo me voy sola.
Rubén arrugó el entrecejo. ¿Cómo iba a dejar que Marisa se fuera sola?
De inmediato se puso de pie.
—Te acompaño.
Marisa no insistió más. Antes de salir, Cristian pareció recordar algo y detuvo a Rubén.
—Rubén, traje un poco de pomada para golpes. Si quieres, úsala.
Rubén se quedó un momento sin reaccionar, pero luego asintió.
—Gracias.
—Esto sí está más feo que lo mío. ¿Por qué no te pusiste nada antes?
Las marcas en su propio brazo no eran nada comparadas con el tobillo de Rubén.
Al mirar a Marisa agachada junto a su pierna, Rubén se sintió entre feliz y un poco incómodo.
Para ser sinceros, la situación se sentía bastante íntima.
Carraspeó y propuso:
—Marisa, ¿por qué no mejor lo dejamos para llegar a casa?
Pero Marisa no se dio cuenta de nada raro. Seguía concentrada en curarle la herida, murmurando:
—Esto debiste haberlo hecho ayer, no esperar hasta hoy, ni mucho menos hasta llegar a la casa.
Antes de aplicar la pomada, Marisa sopló suavemente sobre la herida de Rubén, con el ceño tan fruncido que parecía un nudo.
—¿Te duele?
Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Rubén.
Rubén, por su parte, quedó atrapado en la profundidad de su mirada.
—No, no duele.

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