Samuel se quedó pasmado un buen rato, buscando cómo zafarse de la situación. Al final, intentó justificarse con una sonrisa forzada.
—Marisa, ¿acaso te impactó tanto que ni palabras te salen? No te preocupes, yo te explico todo con calma —decía, ansioso, casi como si esperara que ella lo recibiera con los brazos abiertos.
Sin más, intentó sentarse en la cama de Marisa.
Ella levantó la mano de inmediato, deteniéndolo en seco.
—Si tienes algo que decir, dilo parado ahí. Si das un paso más, voy a llamar a alguien para que te saquen.
La advertencia de Marisa hizo que Samuel se detuviera al instante. Se quedó plantado donde estaba, sin atreverse a moverse ni un centímetro.
—Marisa, no pasa nada, es normal que te sientas sorprendida. Espero a que te tranquilices y platicamos bien.
Marisa dejó escapar una risa cargada de ironía.
—¿A poco me ves con cara de sorprendida?
En realidad, no lo estaba.
Samuel también lo notó, pero simplemente no quería aceptarlo. En su cabeza, no podía imaginar que Marisa no sintiera nada. Pensaba que, aunque no estuviera asombrada, al menos sentiría alegría, que tanta emoción la tenía así, sin reacción.
—Soy Samuel, Marisa. No morí. El que falleció fue mi hermano. Por la presión de la familia, tuve que...
Se aventó un montón de explicaciones, buscando que sus actos tuvieran sentido, repitiendo una y otra vez sus razones.
Marisa ya no tenía paciencia para escucharlo.
Alzó la cabeza, sus ojos relucían tranquilos.
—Si eres Nicolás o Samuel, no me importa. Por lo menos, para mí no tiene importancia. Seas quien seas, no tiene nada que ver conmigo.
Los ojos de Samuel se abrieron como platos.
—¿Cómo que no importa? No estoy muerto, ¡sigues siendo mi esposa!
Marisa mostró una sonrisa desdeñosa.


VERIFYCAPTCHA_LABEL
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El día que mi viudez se canceló