Marisa no tenía idea de dónde había sacado el valor, pero se atrevió a preguntar sin rodeos:
—Entonces, ¿por qué te casaste conmigo? ¿Y por qué quieres divorciarte de repente? Dime de una vez, ¿de quién quieres que sea el reemplazo?
La noche estaba oscura, apenas iluminada por la luna que colgaba solitaria en el cielo, fría y distante.
Por un instante, una emoción poderosa cruzó por el corazón de Rubén.
¿Será que ella... se preocupa por mí?
La mirada de Rubén se suavizó. Separó los labios con calma y habló despacio:
—Me casé contigo porque me gustas. Y quiero divorciarme porque Samuel no está muerto. No quiero que todos sigamos enredados en esto.
Si él hubiera querido forzar las cosas, habría intervenido desde el principio, cuando supo que Marisa y Samuel estaban juntos.
Sabía que, probablemente, durante muchos años iba a arrepentirse de la decisión que estaba tomando hoy.
Pero Marisa merecía ser como una flor libre, creciendo a su manera, no una avecilla atrapada en una jaula de oro.
Marisa entrecerró los ojos. En sus ojos bonitos se dibujó una incredulidad total.
—¿Dices... que te gusto?
Su voz sonó clara, pero estaba teñida de duda, como si Rubén acabara de contar el chiste más absurdo del mundo.
Cuanto más confundida la veía, más serio se ponía Rubén.
—Sí, me gustas.
Después de decirlo, su mirada se hizo un poco esquiva.
Para ser exactos, era la primera vez que Rubén le decía algo así a Marisa.
Le daba miedo ver su reacción. Le preocupaba que Marisa mostrara miedo, no quería que su cariño se volviera una carga.
Cuando volvió en sí, ya sentía un peso sobre el pecho.
Era una cabeza, recostada ahí.
Pesaba, pero no le molestaba.


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