—¿Y eso por qué te hace tan feliz? —Marisa frunció el ceño, tan directa como siempre.
No lo entendía.
¿Acaso les parecía gracioso llamarlos de esa manera?
Si al final ella y Rubén eran esposos legales, lo correcto era llamar a la pareja Olmo “papá” y “mamá”.
Se sentía un poco contrariada.
Lo que no esperaba era que, en el siguiente instante, Rubén levantara la mano y le acomodara un mechón de cabello detrás de la oreja. Con voz suave, le susurró:
—No te gusta llamarme esposo, y a veces me hace pensar que lo nuestro no es real. Pero cuando los llamas papá y mamá, siento de verdad que eres mi esposa.
Las palabras de Rubén hicieron que Marisa se sonrojara de inmediato.
Para ser sincera, ni ella misma terminaba de creerse lo que tenían. A veces, todavía le parecía que su relación era una especie de sueño del que en cualquier momento podía despertar.
Si no fuera porque cada noche y cada mañana abría los ojos en la habitación principal del patio de la familia Olmo, habría jurado que todo era producto de su imaginación.
Con una relación tan extraña, no podía animarse a pronunciar esas dos palabras con naturalidad.
Rubén notó su rubor y, como si el momento lo animara a seguir jugando, jugueteó con otro mechón de su cabello, lanzando una propuesta tentadora:
—¿Por qué no lo intentas ahora? Anda, dilo una vez para que te escuche.
Marisa lo miró, sorprendida, con los ojos muy abiertos. No tenía el valor para hacerlo, pero tampoco quería rechazarlo de golpe.
Permaneció de pie, incómoda, sin saber cómo salir del apuro.
Por suerte, la voz de Sofía llamándolos para bajar a cenar interrumpió la tensión.
Marisa respiró aliviada, como si hubiera encontrado la tabla de salvación, y señaló hacia la puerta:
—Bueno... hay que ir a cenar.
A Rubén no le gustó nada que los interrumpieran, y en su rostro se notó cierta molestia, pero no insistió más.
—Sí, vamos a cenar —aceptó, resignado.
...

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