Al enterarse de que Noelia estaba embarazada, Samuel se puso tan emocionado que no pudo pegar el ojo en toda la noche.
¡Esto era lo mejor que podía pasar!
¡De verdad, lo mejor que podía pasar!
Ahora, mientras su hermano ya tendría descendencia asegurada, él podría regresar junto a Marisa sin remordimientos.
Por el temor a que algo le pasara al bebé de Noelia, la suegra se puso firme y exigió que Noelia se quedara hospitalizada, así, en caso de cualquier complicación, los doctores estarían cerca para atenderla.
Se notaba a leguas que la suegra estaba más que ilusionada con el bebé que Noelia llevaba en el vientre.
Tan ilusionada estaba que no podía evitar presumirlo en la mesa, platicando sin parar con las empleadas de la familia Loredo.
—Este platillo háganlo más ácido, dicen que si comes ácido tendrás un hijo, si pica, será una niña. Mi nuera preciosa seguro trae un varoncito, ¡no deja de pedir cosas ácidas! Ahorita mismo le llevo esta sopa de cebolla para que se la coma —decía, inflando el pecho de orgullo.
Marisa sufría dolores menstruales bien intensos. Apenas y había probado bocado, cuando un calambre en el vientre la obligó a dejar de comer.
Dejó los cubiertos sobre la mesa.
—Ustedes síganle, yo ya terminé.
Apenas se levantó, Samuel la miró con evidente preocupación.
—Apenas comiste un poco, ¿no te gustó la comida?
A Marisa casi le brotó la risa. ¿Ahora sí te acuerdas de preocuparte por mí?
Ni al caso.
Las empleadas, queriendo quedar bien con la suegra, preparaban la comida tan ácida que era imposible de tragar.
Siempre le habían gustado los postres, sobre todo en esos días del mes.
Samuel lo sabía mejor que nadie, pero se hacía como que no entendía y salía con esas preguntas.
Marisa recordó ese dicho: “Como sapo pegado a tu pie, no muerde pero cómo fastidia”.
Y sí, la verdad, le parecía repulsivo.
—Si tienes hambre, tú come por los dos —aventó las palabras y subió las escaleras sin mirar atrás.
En la mesa quedaron Samuel y la suegra, ambos con el ceño fruncido.
—Mira nomás, como la cuñada está embarazada, ya se siente mal y anda por ahí como erizo, picando a cualquiera que se le acerque. Cada vez es más atrevida, ya ni respeta a los mayores —se quejó la suegra mientras ella misma empacaba la sopa de cebolla para Noelia, soñando despierta con el futuro de la familia Loredo y una sonrisa tan grande que hasta las arrugas se le marcaban más.
Samuel dejó los cubiertos. Ya no tenía ganas de seguir ahí. Su mirada se perdió en la escalera de caracol.
La figura de Marisa ya había desaparecido en la esquina, y Samuel se quedó pensativo, con la mente hecha un lío.
...
Ya de noche, Marisa tomó un analgésico. Cuando el efecto del medicamento comenzó a calmar el dolor, el sueño la fue venciendo poco a poco. Pero entonces escuchó un ruido suave en la puerta.
Al ver la distancia de Marisa, Samuel se sintió aún peor. Desesperado, le tomó la mano.
—Marisa, por favor, escúchame...
Apenas la tocó, a Marisa le vinieron a la mente todos esos días y noches en que escuchaba los susurros y jadeos de la habitación de al lado.
Le daban ganas de vomitar.
Sacudió la mano de Samuel con fuerza.
—No me toques. ¡Suéltame!
Al verla tan alterada, Samuel se puso todavía más nervioso. Ya ni pensó en el tazón, se inclinó sobre ella, sin poder resistir el aroma a jazmín que siempre la acompañaba. Al hablar, la voz se le fue subiendo de tono.
—Marisa, no seas tan distante conmigo...
Entre el forcejeo, el tazón se estrelló contra el suelo.
—¡Ah! —un grito desgarró la noche.
Noelia estaba parada en la puerta.
Su grito rompió el silencio de la casa Loredo.
—¡Marisa, eres una descarada! ¡Te atreves a seducir al hermano de tu esposo, maldita!

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