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Oscar palideció de rabia. Como heredero de la familia Aguilar, siempre había vivido rodeado de guardaespaldas, con chofer a su disposición, y en ocasiones especiales, hasta viajaba en jet privado.
Había llevado una vida de lujos y privilegios, ¿cuándo en su vida había tenido que hacer algo tan ordinario como cargar bolsas?
Pero Ángeles, sin decir palabra, soltó lo que llevaba y siguió caminando al frente del grupo. Los demás también iban adelantándose, y Oscar, haciendo una mueca de resignación, no tuvo más remedio que recoger las dos pesadas bolsas de suministros y seguirlos.
Sin duda pesaban más de lo que aparentaban.
Al principio, Oscar pensó en devolverle las bolsas a Ángeles, pero al ver que ella, con sus brazos delgados, ya las había cargado durante buena parte del camino, decidió no hacerlo. Tal vez por caballerosidad o quizás por alguna otra razón, el caso es que siguió llevándolas él mismo.
Mientras giraba para retomar el sendero, Oscar escuchó un leve crujido en la maleza. Miró hacia abajo, pero no vio nada raro, así que apartó la vista y continuó caminando.
Cuando el grupo ya estaba a cierta distancia, el arbusto que había crujido volvió a moverse, y Rubén salió rodando de entre las ramas.
¡Uf, qué suerte!
Por poco lo descubrían.
Qué lástima, pensó. Había sido una oportunidad perfecta, y ahora se le había escapado. La próxima vez no sería tan fácil deshacerse de Ángeles sin llamar la atención.
Frunciendo el ceño, Rubén se quedó pensativo.
Tenía que idear un plan para lograr, como hoy, alejar al resto del grupo del pueblo y llevar a Ángeles a un lugar apartado y solitario donde pudiera actuar sin que nadie lo molestara.
Con esa idea en mente, Rubén empezó a bajar la colina. En el camino, se encontró con un grupo de niños que jugaban alegremente.
El líder del grupo, un niño que brincaba con más entusiasmo que los demás, llamó su atención. Rubén entrecerró los ojos y, de pronto, lo reconoció: era el nieto del jefe del pueblo, un pequeño llamado Zenón.
Recordó que el día anterior, cuando había regresado al pueblo, este mocoso había estado junto a su abuelo, el jefe del pueblo, y hasta se había burlado de él sacándole la lengua.
De repente, a Rubén se le ocurrió una idea brillante y se dirigió al grupo de niños.
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