Bajo la noche lluviosa, Beatriz sostenía el látigo, emanando un aura asesina que la hacía parecer la misma muerte encarnada, provocando un escalofrío en quienes la observaban.
La imponente presencia de Beatriz dejó a Horacio, el mayordomo, paralizado por un momento, un miedo genuino comenzaba a nacer en su interior.-
—No… no lo sé.
Su única orden era seguir golpeando hasta que el señor Quirós cediera.
—¡Yo sí sé, yo sí sé! ¡Le dio treinta y cinco latigazos! —zumbó un mosquito, volando de arriba abajo.
Una sonrisa gélida se dibujó en los labios de Beatriz.
—Treinta y cinco latigazos, ¡perfecto!
Horacio y los demás la miraron confundidos. ¿Quién le había dicho que eran treinta y cinco?
—Beatriz, está lloviendo, entra a la casa…
Elías intentó tomarla del brazo, pero ella ya había blandido el látigo con destreza.
-¡Zas!-
El látigo cortó el aire, rápido, preciso e implacable, directo hacia Horacio.
—¡Ah!
La ropa de Horacio se desgarró al instante, su piel se abrió y la sangre comenzó a brotar.
—Uno.
Sin pausa, Beatriz lanzó el segundo latigazo.
—¡Ah! —gritó Horacio, cayendo de rodillas al suelo.
—¡Dos!
—¡Tres!
—¡Ahhh!
Beatriz no se detuvo, cada golpe caía con una precisión letal. Horacio intentaba esquivarlos, pero su velocidad no era rival para la de ella.
Salvador Quirós observó a su mayordomo recibir golpe tras golpe, atónito por un buen rato, hasta que finalmente reaccionó.
—¡Guardias! ¡Mátenla a palos!
Cuatro guardias que estaban cerca, armados con garrotes, obedecieron la orden y se abalanzaron sobre Beatriz.
La mirada de Elías se endureció y su imponente figura se movió como un relámpago. Con las manos vacías, desarmó a un guardia, derribó a otro de una patada y se colocó justo detrás de Beatriz.
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