Cinco años atrás, en un intento desesperado por escapar, Beatriz había puesto a prueba a Elías. Si él lograba permanecer de pie durante tres días y tres noches, sin comer, beber ni dormir, ella se comportaría bien por tres días. Y él lo hizo.
Como consecuencia, cayó gravemente enfermo, al borde de la muerte. Aunque lograron salvarlo, le quedaron secuelas crónicas. Cada vez que hacía viento, llovía o llegaba el crudo invierno, sus huesos le dolían tanto que no podía dormir.
No sabía si esto era el despertar de una pesadilla o si había renacido. Lo único que tenía claro era que esta vez no permitiría que la tragedia se repitiera.
«Elías, esta vez, me toca a mí amarte, consentirte y protegerte».
Elías era incapaz de rechazar a una Beatriz vulnerable. La tomó en brazos y entró en la casa, paso a paso. Solo él sabía el dolor que sentía con cada movimiento, como si miles de agujas le atravesaran los huesos. Pero también, solo él sabía la inmensa felicidad que lo embargaba en ese momento, una felicidad que le hacía olvidar el dolor físico.
Apenas entraron, Beatriz se bajó de sus brazos. Él estaba herido, y el simple hecho de subirla en brazos había sido un esfuerzo extremo. No quería que sufriera más.
Al verla apurarse, la mirada de Elías, usualmente serena, se ensombreció. Un destello de desilusión cruzó sus ojos. Estaba claro, ella no quería tener el más mínimo contacto físico con él. Lo de antes solo había sido una estrategia para que él cediera.
—Seguiré afuera. Cumpliré las veinticuatro horas.
—No te vayas, no hace falta que te quedes de pie. No volveré a huir —dijo Beatriz, tomándolo de la mano.
Elías bajó la vista hacia la mano pálida de ella y, con un tono autoritario, sentenció:
—No te daré la oportunidad de que te arrepientas.
—Si crees que veinticuatro horas no son suficientes, me quedaré de pie otros tres días.
Dicho esto, Elías se soltó de su agarre y se dispuso a salir. Beatriz se abalanzó sobre él y lo abrazó por la espalda con todas sus fuerzas.
—Elías, si te quedas ahí, ¡yo me quedaré contigo!
Elías la miró de reojo. Ella le sostuvo la mirada, y en sus ojos se reflejaba una determinación inquebrantable. Ninguno de los dos iba a ceder.
Beatriz se mordió el labio.
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