El viento se levantó de pronto, y los pétalos de la camelia cayeron en remolino, cubriendo la alfombra gris azulado.
Cuando Santiago empujó la puerta y entró, el resplandor rosado de los pétalos fue lo primero que vio.-
Las ventanas estaban abiertas de par en par, dejando que el aire llenara la habitación. Las flores seguían igual que siempre, pero quien él esperaba encontrar ya no estaba allí.
Santiago se acercó y, sin pensarlo, cerró la ventana con un movimiento rápido.
El viento se detuvo, pero la tormenta en su pecho no.
Su silueta alta quedó suspendida al pie de la cama. Apoyó una mano en la colcha, hundiéndola, mientras la otra presionaba con fuerza su entrecejo.
Solo era alguien prescindible, ¿para qué hacerse ilusiones?
Si ella moría allá afuera, tampoco le incumbía. Nadie la obligó a no regresar.
Sin embargo, en el aire flotaba un aroma muy sutil. Aunque la brisa lo había diluido, Santiago notó el cambio y su expresión se endureció de golpe.
—¿Quién entró aquí? ¡Que venga alguien!
...
Al mismo tiempo, en la puerta trasera oculta de Villas del Monte Verde.
Florencia avanzaba a toda prisa, escoltando a una figura tambaleante hacia el exterior.
La persona parecía tropezar consigo misma, pero en realidad protegía con esmero un bultito envuelto en cobijas.
Beatriz dormía tranquila, el aire fresco de la noche hizo que la niña acercara su carita sonrosada aún más al pecho de su mamá.
Sofía la abrazaba con ternura, temiendo que un simple llanto atrajera la atención del lobo hambriento. Pero Beatriz, como si entendiera, no lloró ni hizo ruido.
Sofía acomodó a su hija en brazos y, girándose, miró a Florencia.
—Esta noche, gracias por todo.
Florencia era la encargada de la limpieza en la casa.
Años atrás, Sofía le había tendido la mano en un momento crítico, así que ahora, cuando Sofía volvió para recoger sus cosas, Florencia la ayudó vigilando que nadie las sorprendiera.
En todos estos años, habían ido y venido muchas empleadas, pero solo Florencia seguía firme, aferrada a su trabajo.
Florencia siempre pensó que así llegaría a la vejez: trabajando con esmero, ahorrando para su retiro y sobreviviendo sin meterse en problemas. Jamás imaginó que tendría la oportunidad de ayudar a la señora con algo tan grande.
—Si no fuera porque usted me dio de comer aquel día, ya me habría muerto en este país extraño —dijo Florencia, limpiándose las lágrimas de los ojos—. Usted ha sufrido mucho, señora.
No pudo evitar preguntar, con voz temblorosa:
La empujó con suavidad hacia la salida, apurándola.
—No se preocupe, si pasa algo yo doy la cara.
—Aquel día, el señor fue capaz de mandarla a la cárcel con tal de salirse con la suya. Hasta para mí, que solo soy una empleada, eso fue demasiado.
—Váyase ya, señora. Cuide mucho a la señorita Beatriz.
—Y cuídese usted también.
Sofía la miró con lágrimas en los ojos, mordiéndose el labio inferior.
—Florencia, quiero pedirle un favor...
Florencia asintió, sabiendo exactamente a qué se refería.
—No se preocupe, esta noche no vi a nadie —le aseguró. Dicho esto, Florencia cerró la puerta pequeña de un golpe y echó el seguro.
A través de la rendija, agitó una mano marcada por los años, con una tristeza que no pudo ocultar.
Recordaba bien cómo Santiago, con ayuda de los mejores abogados, había mandado a Sofía a prisión.
Alguien tan cruel y despiadado no merecía ni a una esposa tan noble ni a una niña tan dulce como la señorita Beatriz.

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