Ella no esperaba que Bea tuviera una vida de lujos, solo deseaba que pudiera vivir tranquila, sana y rodeada de felicidad.
—Esta vez, con lo de la fiebre de Bea, fue gracias a todos ustedes que salió adelante. Este favor tan grande, yo, Sofía, jamás lo olvidaré —dijo Sofía con mucha seriedad, abrazando a Bea y haciendo una reverencia.
Pero Teresa, siempre rápida, la detuvo antes de que terminara.
—Ya estuvo, ¿no? Tú también te acabas de aliviar de la fiebre, ¿y sigues con estas cosas? Mejor ve y descansa con la niña.
—Ay, la verdad es que sí eres de admirar, Sofía. Viuda y sola, y todavía tan joven, una hace lo que puede para ayudarte porque de verdad nos da tristeza verte así. Es lo menos que podemos hacer entre mujeres.
Teresa se dio unas palmadas en el pecho, luego se encargó de sacar a las demás mujeres que estaban en la habitación, mandando a cada una a su cuarto.
Afuera, la noche era tan espesa que no se veía nada; la oscuridad se había tragado por completo el pueblo. Teresa, con pasos suaves, llegó a la puerta y, antes de irse, dudó por un segundo. Al final, se dio la vuelta y aconsejó:
—Sofi, todavía eres joven y tienes toda la vida por delante. No es fácil criar un hijo sola. Cuando Bea crezca, seguro te preguntará por su papá. Y la neta, a los niños que les falta su padre, les toca un camino difícil.
Sofía se quedó callada, entendiendo de inmediato lo que Teresa trataba de decirle.
Quería que pensara en volverse a casar algún día.
—Pero tampoco te apures —agregó Teresa—. Nosotras queremos mucho a Bea. Si tú sola no puedes, aquí estamos para ayudarte.
Al notar la incomodidad de Sofía, Teresa cambió rápido de tema. Le dio una palmada cariñosa en el hombro y salió de la habitación.
Ahora, solo quedaban Sofía y Bea.
Sofía bajó la mirada hacia la pequeña envuelta en la manta. Bea, con el chupón en la boca, estaba más tranquila que nunca. Sus ojotes la miraban brillando, y hasta le regaló una sonrisa inocente.
Sofía apretó un poco más fuerte a Bea entre sus brazos.
Sabía que Teresa solo quería lo mejor para ella. Pero después de todo lo que había pasado con Santiago, ya no le quedaban ganas de confiar en nadie.
...
A la mañana siguiente, Sofía pidió el día libre para llevar a Bea al Hospital General San Agustín a una revisión.
Aunque Bea ya parecía animada, Sofía no podía evitar preocuparse. Temía que la fiebre le hubiera dejado alguna secuela.
Justo cuando salió con el permiso firmado, se topó con Teresa, que se preparaba para irse a trabajar.
Teresa, que captaba todo al vuelo, le sonrió y le dijo:
—El trabajo puede esperar, lo más importante es la niña. Tan chiquita, no vaya a ser que algo le quede después.
Ya no quería encontrarse otra vez con Santiago ni con Isidora. Lo mejor sería que desaparecieran para siempre de su vida.
Apenas terminó de inscribirse, escuchó a las enfermeras del mostrador cuchicheando y contando chismes.
—¿Supieron lo que pasó ayer en la clínica privada de Grupo Cárdenas?
—Dicen que el presidente Cárdenas, por un simple rasguño en el tobillo de la señorita Rojas, mandó a todos los doctores a revisarla. ¡Fue un escándalo!
—Pero eso también trajo problemas. Imagínate, mover a todos los médicos dejó a varios pacientes sin atención. Dicen que ya hubo quejas...
Sofía, con la hoja de registro en la mano, se alejó a grandes pasos. Sentía un nudo en el estómago.
No importaba a dónde fuera, siempre terminaba escuchando los chismes de Santiago e Isidora.
—También se rumora que en Grupo Cárdenas andan buscando a una mujer con una niña, que le quieren dar una compensación...
Las voces de las enfermeras se fueron apagando mientras Sofía se alejaba, llevadas por el viento.
Ella ni idea tenía de esos rumores. Solo estaba esperando, con Bea en brazos, a que llamaran su turno en la sala de pediatría.

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