—Perdón, ¿fue demasiado? —preguntó Sofía con un titubeo.
Al mirar la montaña de cosas que quería comprar, calculó mentalmente cuántas vueltas tendría que dar para llevarlo todo. De pronto, la duda la invadió.
¿No estaría incomodando demasiado a la dependienta?
Antes, ni siquiera se le cruzaban esas ideas por la cabeza. Pero después de todo lo que vivió en la cárcel—cuando era la última en la fila de los desprotegidos, la que el propio señor Cárdenas, el gran magnate de Olivetto, había encargado que “cuidaran bien”—no le quedó más remedio que comprender lo que era estar abajo, donde cualquiera podía pisotearte.
Ahora, Sofía prefería no molestar a nadie ni llamar la atención. Todo lo que quería era pasar desapercibida. Porque...
Sin pensarlo, se tocó la cara, ocultando bajo el cubrebocas las cicatrices profundas—marcas que le llegaban hasta el hueso.
Al sentirlas bajo la yema de los dedos, le tembló la mano y bajó la mirada, apagada.
...
La empleada, mientras tanto, salió de su ensoñación.
¡Esto sí que era suerte! Con esta venta, ya tenía asegurado el turno de noche y hasta el bono del mes. ¡Si pudiera, atendería el turno nocturno todos los días!
—No, para nada, para nada, ¿quiere agregar algo más? Yo le empaco todo con gusto —aventó la chica, sonrisa de oreja a oreja.
—Por ahora no, muchas gracias.
—Perfecto, ¿cómo desea pagar?
—Con tarjeta, gracias.
Sofía hurgó entre sus papeles y credenciales hasta dar con esa tarjeta dorada, algo desgastada.
Mientras la tuviera, Bea no tendría que preocuparse por nada. Pasó el pulgar por el plástico, sintiendo el relieve, y finalmente la entregó.
—Son nueve mil seiscientos cuarenta y cinco pesos, señorita Rojas, aguarde un momento.
—Bip, bip—
De pronto, la empleada frunció el ceño, algo incómoda.
Intentó varias veces más. Finalmente, levantó la vista, con cierta vergüenza.
—Eh... señorita Rojas, ¿tendrá otra tarjeta? Parece que esta no pasa, sale como saldo insuficiente.
—¿Cómo?
Una inquietud helada le recorrió el cuerpo a Sofía. Una sensación extraña se apoderó de ella.
Recordó que esas tarjetas las había encontrado con suma facilidad. ¿Acaso...?
—Por favor, intente con estas otras —dijo, sacando a toda prisa las demás tarjetas.
Si no recordaba mal, cada una tenía decenas de miles: los premios de aquellos casos que habían sacudido Olivetto años atrás.
—Bip, bip—
—Bip, bip, bip, bip—
—Lo siento, señorita Rojas... tampoco estas funcionan...
La sonrisa de la empleada apenas se sostenía.
¿No era ella la dueña del departamento de la torre tres? ¿Cómo podía estarle pasando esto?
Bea ya tenía un pañal limpio. La empleada le alargó una bolsa grandísima.
—Aquí metí de todo: muestras de varias marcas, además de unas latas de leche en polvo que estamos regalando por promoción. Te las llené hasta el tope, llévalas, para la bebé.
Sofía no quería aceptar, pero la dependienta la interrumpió antes de que pudiera negarse.
Era cierto. Ella podía pasar hambre, prescindir de todo, pero Bea... ¿qué haría Bea?
—De verdad... gracias...
Sintió un nudo en la garganta y los ojos se le pusieron rojos, a punto de llorar.
Santiago la había llevado hasta ese punto. Sin embargo, una desconocida sí era capaz de tenderle la mano.
Desde el principio, ¡se había enamorado del hombre equivocado!
—No hay de qué. Yo todavía no tengo hijos, pero no soporto ver llorar a un bebé. Sé que lo quieres mucho, y hace frío afuera. Mejor vete a casa.
—No importa lo difícil que se ponga, por tu hija tienes que seguir adelante, señorita Rojas.
Imaginó que la mujer habría peleado con su familia.
Esos ricos, pensó. Si la esposa no les convence, la dejan sin un peso, le bloquean las tarjetas y la mandan a volar. ¡Qué basura de marido!
Sofía apretó el paso de regreso al condominio.
Como había dicho la chica, el clima estaba helado. No podía permitir que Bea se resfriara.
Pero ahora, sin dinero, ¿cómo iban a sobrevivir ella y su hija...?
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