Esta vez, Sofía sintió que había desperdiciado todo un día.
Por culpa de la intervención de la señora Rojas, no logró recuperar la herencia como había planeado.
Sofía regresó primero a la antigua residencia de empleados para recoger a Bea.
Teresa la había cuidado muy bien. Cuando la vio, Bea tenía un brochecito rosa en el cabello, lo que la hacía ver todavía más tierna.
Las compañeras que estaban descansando la rodeaban, consintiéndola y haciéndola reír. Todas tenían una sonrisa genuina en el rostro.
Sofía sintió que el corazón se le llenaba de calidez al ver la escena.
Teresa, siempre atenta, fue la primera en notar su presencia.
—¿Ya volviste, Sofía?
Enseguida tomó a Bea de los brazos de una de las compañeras, aunque se notaba que le costaba dejarla ir, y se la entregó a Sofía.
Sofía asintió. Bea también la reconoció y, con una sonrisa enorme, la abrazó del cuello con sus manitas regordetas.
—Bea es una niña encantadora. Todas la queremos mucho —comentó Teresa mientras acariciaba la mano de Bea.
—De verdad, muchas gracias por cuidarla tanto —dijo Sofía, haciendo una reverencia formal ante todas.
Eso sorprendió a las mujeres, quienes enseguida dejaron su actitud relajada y se pusieron serias, agitando las manos.
—¡Ay, Sofía! ¿Qué haces? No nos consideres extrañas, ¿sí?
Teresa se quedó a un lado, en silencio, pero entrecerró los ojos y observó a Sofía con atención, como si estuviera pensando en algo.
La residencia de empleados quedaba algo lejos de donde se podía pedir un carro por aplicación, así que, después de despedirse de todas, Sofía se dispuso a salir con Bea en brazos para esperar su viaje.
Teresa, sin embargo, se ofreció a acompañarlas un tramo.
Las tres caminaron despacio por la calle limpia y ordenada, rodeadas solo por el sonido del viento y de las hojas moviéndose en los árboles.
—Tal vez pienses que me meto donde no me llaman —dijo Teresa de pronto.
Sofía se sorprendió un poco, pero Teresa continuó:
—Señorita, no sé todo lo que pasaste en este viaje, pero…
Le dio un par de palmadas en el hombro y la miró con ánimo.
—Ya eres la mamá de Bea. Muchas veces, lo más importante es pensar en esta niña tan especial.
Sofía se detuvo de golpe.
No esperaba que Teresa fuera tan perceptiva.
Bajó la mirada y asintió con fuerza.
—No se preocupe, ya no soy una niña.
Teresa la miró con preocupación, pero ya no insistió. La acompañó hasta que subió al carro y solo entonces se despidió.
Desde la ventanilla, Sofía no pudo evitar mirar un buen rato la silueta de Teresa alejándose.
En realidad, la razón principal de su viaje era visitar la tumba de su abuela, pero jamás pensó que terminaría enredada en la disputa de la herencia, ni que Santiago aparecería en la casa de los Rojas.
Dentro de su mente, Joel ya se estaba recriminando.
Caray, ¿cómo se le ocurre aparecer así de desaliñado ante ella?
Sofía, al ver lo nervioso que estaba, no pudo evitar soltar una risita.
—Te ves lleno de energía, muy joven y muy tú.
Cuando Joel escuchó eso, se le pusieron rojas hasta las orejas, aunque el cabello alborotado le ayudó a disimularlo.
—¡Yo…! Déjame ayudo con las maletas —cambió el tema de inmediato y se ofreció a cargar la valija de Sofía.
Ella no se negó, pensó que con lo apenado que se veía, si no le daba algo que hacer, seguro se iba a desmoronar ahí mismo.
Le entregó la maleta y le agradeció con voz suave.
Joel sonrió y, apresurado, le dijo que no era nada.
Sofía se sentó en el sofá con Bea en brazos, pero al mirar la mesa de centro, notó que no estaba el acuerdo de divorcio que había dejado ahí.
¿Será que recordaba mal el lugar?
Arrugó el entrecejo, dio una vuelta por la casa, pero no lo encontró.
Cuando Joel terminó de acomodar las maletas y regresó, Sofía le preguntó:
—Joel, ¿viste el acuerdo de divorcio que dejé en la mesa de centro?

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Valiente Renacer de una Madre Soltera