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Esposa Despreciada. romance Feliz aniversario... ¿o no?

—Tres años... —susurró Isabella Deveraux, mirando al espejo con una extraña sensación de distancia, como si la mujer que le devolvía la mirada fuera una vieja amiga a la que llevaba tiempo sin ver—. Tres años siendo tu esposa, Sebastián, y apenas si me has notado.

Su cabello recogido dejaba escapar algunos mechones rebeldes que enmarcaban su rostro limpio. Pero sus ojos… esos ojos verdes, tan suyos, hoy guardaban un secreto que había descubierto al amanecer y que ya no podía ocultar.

—Hoy puede cambiar todo… tiene que cambiar —musitó con una sonrisa en su rostro, aferrándose a una esperanza frágil pero poderosa.

Aquella esperanza crecía en su vientre, iba a darle un hijo al amor de su vida.

Por un instante, Isabella creyó que todo valía la pena. Que ese momento, simple pero inmenso, justificaba cada lágrima derramada.

El suspiro que escapó de sus labios fue breve pero cargado de nostalgia, mientras ajustaba distraídamente el borde de su bata de seda blanca.

Isabella sostuvo entre sus manos temblorosas una pequeña caja dorada, con un lazo delicado. Dentro, cuidadosamente acomodados, descansaban los sueños que había tejido en silencio.

Una prueba de embarazo con dos líneas rosadas y un pequeño body de algodón blanco con un bordado en hilo esmeralda que decía: «Hola, papá».

La habitación matrimonial, siempre impecable y fría, hoy parecía distinta, como si la noticia la hubiera transformado.

Había pasado horas debatiéndose entre el miedo y la ilusión, hasta convencerse de que esa noticia podía ser la llave para llegar al corazón de Sebastián.

—Estoy segura de que tu papá estará feliz de saber que vienes en camino, mi pequeño bebé.

Con suavidad acarició la tapa de la caja antes de cerrarla. Una sonrisa apareció en su rostro al imaginar la reacción de Sebastián.

Siempre frío, siempre distante… pero quizás hoy sería diferente.

Tal vez, solo tal vez, este sería el día en que el milagro ocurriera.

Isabella se vistió con cuidado, escogiendo un vestido color crema que resaltaba el brillo sutil de su piel, y luego entregó la caja a su asistente, con instrucciones claras y precisas.

—Directo a su despacho, Cloe. Sin escalas, sin explicaciones —ordenó con voz firme pero amable, aunque por dentro una duda punzante le apretaba el pecho.

"¿Y si no reaccionaba como ella esperaba?"

La asistente asintió en silencio, sin ser consciente de lo que llevaba entre manos, y desapareció rápidamente por el pasillo.

Cuando la puerta del pent-house se cerró suavemente tras ella, Isabella volvió a quedarse sola, envuelta en un silencio demasiado grande para su esperanza.

Volvió a mirarse al espejo, esta vez fijándose en su vientre apenas abultado, con una mezcla de nervios y anhelo desbordado en la mirada.

Hoy no era un día más.

Esas líneas rosadas, inocentes y delicadas, serían invisibles para siempre.

Mientras tanto, Isabella pasó el día soñando despierta, imaginando una llamada emocionada de Sebastián, quizá algo torpe pero llena de promesas y disculpas por todos sus silencios. El mediodía pasó lentamente, luego las cuatro, y finalmente las seis y media… y el teléfono permanecía cruelmente mudo.

La ansiedad comenzaba a consumir su optimismo cuando el timbre resonó con inesperada fuerza.

Acomodó rápidamente el cuello de su vestido crema, respiró profundamente y abrió la puerta, solo para encontrar a su asistente con un ramo majestuoso de rosas rojas, idéntico al de cada aniversario, lo único distinto esta vez era un sobre blanco atado con un cordel rojo.

Isabella lo tomó con un escalofrío de esperanza recorriendo su espalda, notando que el papel era grueso, solemne, prometiendo quizás palabras que cambiarían su destino.

Con manos temblorosas rompió el sello, sin notar cómo el pulso se le aceleraba peligrosamente.

«Isabella: Por favor, firma los papeles del divorcio. —Sebastián»

La ausencia de cariño, la crudeza de aquellas pocas palabras, fueron como una daga directa al corazón.

Las rosas escaparon de sus dedos, cayendo casi en cámara lenta, esparciendo sus pétalos como gotas escarlatas sobre el mármol pulido, formando un charco simbólico de ilusiones destrozadas.

—Tienes que estar bromeando, Sebastián.

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