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Esposa Despreciada. romance Capítulo 3

Isabella yacía inmóvil sobre el pavimento húmedo, mientras el aroma nauseabundo a gasolina se mezclaba con la fragancia de su perfume y el olor dulce, ahora opacado, de las rosas que habían quedado aplastadas bajo su cuerpo.

Aquel aroma, mezcla de muerte y memorias, se le clavaba en la garganta como una advertencia. Un latido sordo golpeaba en su cabeza, pero más inquietante era el frío que brotaba de su abdomen y se extendía por sus piernas, como una corriente helada que anunciaba algo peor.

Parpadeó con dificultad, mientras las luces sobre ella se volvían borrosas, temblorosas, como luciérnagas danzando en una noche de tormenta.

En sus oídos, un zumbido agudo no dejaba de vibrar, quizá era el claxon de algún coche cercano, o tal vez era su sistema nervioso gritando por ayuda desde algún rincón profundo de su conciencia que aún no se apagaba del todo.

Quiso moverse, aunque fuera un gesto mínimo, levantar una mano, girar el cuello, pero su cuerpo se negaba. Estaba atrapada, anclada como una piedra en el fondo de un río oscuro, con cada músculo desobedeciendo la orden de su mente, como si el dolor se hubiera convertido en un amo dictador que gobernaba cada fibra de su ser.

Entre la neblina creciente que enturbiaba su vista y confundía su mente, escuchó pasos. Zapatos de cuero corriendo sobre el asfalto mojado, el sonido de alguien acercándose, y entonces una figura familiar se inclinó sobre ella.

Sebastián.

Él se arrodilló a su lado, sus manos temblorosas se posaron con cautela sobre sus hombros, pero Isabella apenas sintió el contacto. No era el tacto de un hombre desesperado por perder al amor de su vida, era el de alguien que parecía más sorprendido que dolido.

—Isabella, mantente despierta —susurró él, su voz inusualmente serena, como si intentara convencerse de que todo estaba bajo control, aunque el mundo a su alrededor se desmoronaba.

Las sirenas se escuchaban más cerca ahora, mezclándose con el murmullo inquieto de una multitud que crecía, voces, teléfonos grabando, rostros horrorizados.

Las luces rojas de la ambulancia se reflejaban en los cristales del edificio y lanzaban destellos que dibujaban sombras temblorosas en el suelo mojado. A su alrededor, el caos se tejía lentamente mientras ella yacía en el centro, frágil y rota.

Buscó los ojos de Sebastián entre las lágrimas y la confusión, deseando encontrar allí un atisbo de temor genuino o de dolor por lo que le estaba sucediendo, pero lo que vio fue frialdad, desconcierto, algo que la hizo temblar más que el shock físico.

No había lágrimas en sus mejillas.

No había una súplica en sus labios.

Y ese vacío emocional fue más cruel que la sangre que empapaba sus piernas.

Quiso hablarle, contarle lo del bebé, del milagro que estaba creciendo dentro de ella y que él había despreciado, pero su boca apenas logró abrirse y ningún sonido salió de sus labios.

La sangre, el dolor, el aire que faltaba, todo conspiraba para silenciarla.

Sebastián frunció el ceño, inclinándose como si quisiera entender lo que trataba de decirle, pero antes de que pudiera hacer o decir algo más, dos paramédicos lo apartaron con decisión y eficiencia. Lo empujaron hacia atrás con profesionalismo, y él dio un paso atrás, tambaleante, mirando sus temblorosas manos manchadas con la sangre de Isabella, como si apenas comprendiera la magnitud de lo que ocurría.

A pocos metros, Alessia observaba la escena con una inquietante rigidez. Sus ojos analizaban cada movimiento, sus labios permanecían apretados, y sus manos sujetaban el bolso como si escondiera dentro no solo un secreto, sino un plan cuidadosamente diseñado.

Los paramédicos se movían con rapidez, sincronizados por la costumbre del caos.

Uno de ellos palpó la arteria carótida de Isabella, revisó la reacción de sus pupilas, aplicó presión sobre el tórax. Otro ya improvisaba un torniquete en la pierna donde la hemorragia era más evidente, manchando de rojo el pavimento, luego colocaron con suavidad, pero firmeza un collarín cervical, inmovilizando su cuello con gestos medidos, sin hablar más de lo necesario.

—Fractura expuesta de tibia y peroné, posible trauma abdominal y craneoencefálico. Presión arterial en setenta sobre cuarenta —informó uno, mientras su compañero asentía y abría la bolsa de medicamentos de emergencia—. Ringer en marcha. Analgésico, ahora.

Colocaron una manta térmica sobre su torso, pero no tardó en empaparse con el rojo de su sangre.

Cuando intentaron levantarla para ponerla en la camilla, Isabella soltó un grito ahogado, un gemido que era puro dolor, mezcla de miedo y despedida. La oscuridad empezó a cerrarse sobre ella, lenta pero inevitable, como un telón bajando al final de una tragedia.

Las luces de las farolas se deformaban, convertidas en manchas borrosas que giraban en espiral, hasta que todo fue sombras.

Dentro de la ambulancia, la escena era una coreografía de emergencia.

Un paramédico le tomaba el pulso, otro buscaba con urgencia una vena accesible para administrar la medicación. Una enfermera ajustó la mascarilla de oxígeno, mientras una máquina emitía pitidos inestables.

—Saturación cayendo a pasos agigantados —informó con tensión en la voz.

El pinchazo de la aguja fue lo único que Isabella sintió con claridad, una punzada en la piel seguida por un frío que ascendía por su brazo como un río de hielo. El zumbido en su oído se agudizó, cada respiración era un tormento, como si su propio pecho no quisiera seguir luchando.

Con las pocas fuerzas que aún le quedaban, reunió el valor de pronunciar la palabra que más importaba. Su alma entera estaba en esa sílaba.

—Bebé… —susurró con una voz temblorosa, casi imperceptible.

Uno de los paramédicos se inclinó hacia ella de inmediato, acercando su oído con suma atención.

—¿Está embarazada? —preguntó con urgencia—. Si está embarazada, parpadee una vez. Si no, parpadee dos veces.

Isabella reunió cada gramo de conciencia que le quedaba, forzando un único parpadeo. Una lágrima escapó en el mismo instante y el paramédico se giró hacia su compañera.

—Gestación posible. Regístrenlo. Avísenle a trauma, y que preparen obstetricia de urgencia. Presión bajando a sesenta y cinco.

La ambulancia aceleró entre los bocinazos del tráfico, mientras las sirenas abrían paso a través del caos urbano.

Isabella flotaba entre el dolor y la inconsciencia, entre la vida que se le escapaba y la que aún crecía dentro de ella.

Luchaba contra la oscuridad que tiraba de su mente como una marea insistente, y aunque no sabía si lograría llegar al hospital, una cosa era segura, no estaba dispuesta a rendirse sin pelear por esa pequeña esperanza que latía dentro de su vientre.

La ambulancia tomó una curva brusca, la camilla se inclinó peligrosamente hacia un costado, rozando el límite de estabilidad, y el golpeteo metálico de los instrumentos resonó en la estrecha cabina como si el caos se hubiese materializado en forma de sonido.

Las sirenas, agudas e insistentes, reverberaban entre los muros de concreto de los edificios, amplificando la urgencia que los envolvía, mientras el monitor cardíaco comenzó a emitir un pitido errático, inquietante, como si anunciara el principio del final.

En medio de esa confusión, el dolor que dominaba cada centímetro del cuerpo de Isabella comenzó, de forma repentina, a diluirse. Como si alguien hubiera girado el dial del sufrimiento hasta reducirlo a un murmullo lejano.

Una calma inquietante, casi sobrenatural, se apoderó de ella.

No era alivio.

—¡Aumenten a ciento cincuenta! —exigió la cirujana, con el pulso firme.

La segunda descarga fue más fuerte.

Otra sacudida.

Otro silencio.

Y finalmente, un pitido largo, lacerante, el sonido más temido en una sala de operaciones.

El monitor mostró una línea plana, sin picos, sin retorno y la anestesista bajó la vista. La cirujana buscó el pulso en la carótida, y tras una pausa inevitable, negó lentamente con la cabeza.

—Hora de muerte, veinte treinta y ocho… veinte treinta y nueve —rectificó tras mirar el reloj de pared—. Anótenlo.

El quirófano quedó suspendido en el tiempo, las herramientas permanecían estáticas sobre la mesa de acero, como si el mundo se hubiese detenido en respeto.

Los rostros cubiertos por mascarillas no pudieron ocultar la derrota. Una enfermera murmuró una oración breve, mientras otra cubría el cuerpo de Isabella con una sábana blanca.

El silencio que quedó no fue clínico, fue humano, denso, final.

Desde su rincón en el limbo, Isabella observó su cuerpo cubierto, ya sin nombre, ya sin futuro, su atención se ancló al vientre plano, donde la promesa de una vida nueva no llegó a florecer.

Pensó en la caja dorada, en el body blanco, en la ilusión bordada con hilo esmeralda.

Todo estaba perdido, todo había sido arrastrado por una tormenta sin aviso.

"Sebastián… tenía trece semanas creciendo en mi vientre. Y ni siquiera te importó", murmuró con una voz que surgió desde lo más profundo de su alma quebrada, con una tristeza que quemaba.

La cortina se abrió lentamente, el equipo médico abandonó la sala en completo silencio. La enfermera encargada se acercó a Sebastián con una pequeña bandeja de acero. Encima, descansaban un anillo sencillo de bodas, un collar de oro, y el sobre blanco que contenía la nota de divorcio.

Sebastián lo tomó y su ceño se frunció apenas. La expresión en su rostro era un mapa ilegible.

Miró a Alessia, que seguía aferrada a su brazo como una promesa no pedida.

—Lo sentimos mucho, señor Moretti —dijo la enfermera—. Hicimos todo lo posible. Isabella y el bebé no sobrevivieron. En breve podrá pasar a despedirse.

Sebastián cerró los ojos por un momento, como si el mundo le pesara más de lo que podía sostener. La mandíbula tensa, las manos frías.

"¿Bebé?"

Mientras tanto, desde su lugar etéreo, Isabella lo miraba por última vez, preguntándose si había algo real detrás de ese silencio, o si simplemente había amado sola desde el primer hasta el último segundo.

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