Había muchas maneras de recibir una noticia, pero pocas eran tan devastadoras como aquella, que no solo quebraba el presente, sino que alteraba para siempre la forma de mirar hacia atrás.
—Estaba embarazada —repitió Sebastián, apenas con un hilo de voz, como si cada sílaba le abriera una herida en el pecho. Las palabras no solo flotaron en el aire, sino que se clavaron en el silencio como un cuchillo.
Frente a él, el doctor mantuvo la postura firme de quien está habituado al dolor ajeno. Sus facciones eran duras, endurecidas por los años y las malas noticias, pero aun así bajó ligeramente la mirada antes de asentir con gravedad.
—Trece semanas de gestación, señor Moretti. Lo descubrimos al momento de hacer la evaluación por el trauma abdominal. Lamentablemente… no pudimos salvar a ninguno de los dos. El daño ya era irreversible cuando llegó —dijo el doctor, manteniéndose al margen por unos segundos tras la noticia, dándole espacio a Sebastián para asimilarla.
La sala cayó en un silencio que no era vacío, sino saturado de un ruido invisible que lo impregnaba todo, como ese murmullo que se esconde tras los pasillos de hospital, detrás de los monitores apagados y en medio de las vidas suspendidas en el limbo de la incertidumbre. Era un silencio que no se rompía con facilidad, más bien se adhería al pecho y se respiraba con dificultad, como si cada bocanada de aire atravesara una bruma espesa que no permitía escapar del peso de la noticia.
Alessia, que hasta ese momento había permanecido a su lado con un aire de aparente discreción, sin soltar el brazo de Sebastián, dio un paso al frente como si la noticia la empujara a intervenir. Su expresión mostraba una mezcla cuidadosamente construida entre sorpresa y desconcierto, aunque, detrás de esa máscara, sus ojos lo analizaban con precisión quirúrgica, intentando captar cada matiz de su reacción, como si calibrara el momento exacto en que pudiera hablar sin ser rechazada.
—¿Estaba… embarazada? —repitió con aparente incredulidad, como si la noticia la sorprendiera tanto como a él—. Pero… ¿cómo es posible que tú no lo supieras, Sebastián?
Él no respondió de inmediato, y su ceño, fruncido con fuerza, dejaba al descubierto una tensión silenciosa que le recorría el rostro como un peso que no lograba sacudirse. Sus ojos permanecían fijos en un punto indeterminado de la pared, buscando con desesperación una señal , que le confirmara que aquello tenía algún sentido, pero no encontró nada, ningún indicio, ningún gesto ni palabra que le hubiera revelado una verdad tan devastadora.
Isabella no le había dicho nada.
Pero, de pronto, un recuerdo lo atravesó con la nitidez de un rayo.
Fue aquella noche en la casa de campo, cuando la tormenta los obligó a quedarse encerrados.
Sebastián recordaba el modo en que ella lo abrazó con las piernas, cómo su piel tibia se pegaba a la suya en un encaje perfecto. La sensación de entrar en ella seguía viva en su memoria, tanto, que lo hizo cerrar los ojos y contener el aliento, porque en ese instante fue suya realmente.
Isabella lo abrazaba con fuerza, temblando bajo su cuerpo, y él se movía dentro de ella con necesidad que no podía contener, sintiéndola estrecha, caliente, recibiéndolo por completo. Ambos gemían contra sus labios mientras la embestía con fuerza, una y otra vez, y sus manos recorrían su cuerpo con hambre, apretando sus pechos perfectos, aferrándose a sus caderas, sintiendo cómo lo recibía, mojada y entregada, hasta el fondo.
Era suya.
Cuando ella se arqueó y lo apretó con fuerza desde dentro, él no pudo resistir más. Se hundió hasta el fondo y se vació en ella con un gruñido ronco, sintiendo cómo su cuerpo temblaba al recibirlo todo.
Se miraron a los ojos en silencio, sin decir nada, pero sabiendo que lo que sentían era real.
No discutieron, no hablaron de lo que los separaba, esa vez solo se entregaron en silencio, como si sus cuerpos hubieran querido decir lo que sus bocas ya no podían.
La dulzura con la que ella lo acarició después, el modo en que le apoyó la cabeza en el pecho y le pidió que no dijera nada... Ahora entendía que esa noche no fue casual.
Fue ahí donde todo comenzó, donde le habían dado vida a un hijo que él jamás conocería.
Un carraspeo discreto interrumpió sus pensamientos, el doctor los miró con una cortesía profesional que apenas enmascaraba la gravedad de lo que acababa de anunciar.
—En breve podrán pasar a despedirse —informó con voz baja, medida, mientras su mirada recorría lentamente el rostro de Sebastián, como midiendo el impacto real de sus palabras—. El cuerpo ya está siendo preparado en la sala contigua. Si necesitan más tiempo, puedo indicarlo —ofreció, con ese tono pausado que solo se adquiere tras haber pronunciado muchas veces la misma frase en demasiadas salas como esa.
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