La mañana siguiente llegó con una escena inusual. Al bajar las escaleras, Samuel encontró a los sirvientes empacando varias maletas. Su ceño se frunció con molestia mientras observaba el movimiento.
—¿Qué están haciendo? —su voz resonó con autoridad en el vestíbulo.
—Señor, son las pertenencias de la señorita Montoya —respondió una de las mucamas con nerviosismo—. Ayer llamó diciendo que ya no vendría más y nos pidió que alistáramos sus cosas para enviarlas.
La mirada de Samuel se detuvo en las maletas, y sin querer, la imagen de Esther invadió sus pensamientos. A esta hora, ella ya estaría en la cocina preparando el desayuno, esperándolo con esa sonrisa suya tan característica.
Como cada mañana, se apresuraría a acomodar su silla y comenzaría a platicarle sobre cualquier cosa, llenando el silencio con su voz melodiosa. Hoy, ese espacio estaba vacío, y algo dentro de él se sentía incompleto.
Al darse cuenta de que estaba pensando en ella, su voz se tornó helada.
—Terminen de empacar rápido y quiten todo eso de mi vista. ¡Me estorba! —ordenó con brusquedad.
—Sí... sí, señor —respondieron los sirvientes apresuradamente.
Samuel se dejó caer en una de las sillas del comedor. La mesa vacía le provocó un nuevo acceso de irritación.
—¿Por qué no está listo el desayuno todavía?
—Disculpe, señor—tartamudeó la nueva ama de llaves—. A esta hora siempre era la señorita Montoya quien se encargaba. La nueva cocinera aún no se adapta bien al horario...
—¡Dense prisa, tengo que ir a trabajar! —consultó su reloj con impaciencia creciente.
Momentos después, la ama de llaves colocó frente a él un plato con pan tostado, huevos fritos y salchichas. Samuel observó el desayuno con desdén.
—¿Qué se supone que es esto? —su voz destilaba desprecio.
—Des... desayuno, señor —la mujer retrocedió intimidada.
Samuel entrecerró los ojos peligrosamente.
—No como huevos fritos por un solo lado ni carne en el desayuno. ¿Para esto te pago veinte mil al mes?
—¡Lo siento mucho! ¡No sabía...! —la mujer palideció visiblemente.
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