Mi cuerpo temblaba y no estaba segura si era por lo ocurrido con los chicos o por la presencia de mi exesposo.
Su mirada era animal, primitiva. Sus ojos bajaron por mi cuerpo.
No pude decir nada.
De pronto, su mano fue a mi mejilla, apartando los mechones rebeldes. El olor metálico de la sangre invadió mis fosas nasales.
—¿Por qué no puedes dejar de traerme problemas? —habló con su voz gruesa.
Evité su mirada penetrante.
—Yo… tengo que volver —dije, pero mis pies no se atrevieron a moverse.
—¿Así, en ese estado? —Apartó sus manos, viéndome sin disimulo alguno—. Estás temblando y no te ves bien.
Tragué saliva, sintiendo como mi ácido gástrico me jugaba una mala pasada.
—Eso ya no es de tu incumbencia, ya no somos esposos. No tienes que preocuparte por mí —dije, mordaz—. Aunque pensándolo bien, jamás te preocupaste por mí, solo fingías.
Mi actitud altanera duró poco, me encontré a mí misma deslizándome por la pared hasta sentarme en el suelo, Frederick siguió el trascurso de mis movimientos hasta que él se arrodilló sobre una pierna. Sus manos no se atrevían a tocarme por alguna razón.
Gruñí al sentir unos espasmos insoportable en la boca del estómago. Llevé las rodillas hasta mi pecho.
—¿Qué carajos te pasa? —Su gesto de preocupación era genuino y eso me sorprendió, pero no tenía tiempo para esto.
—Nada… solo vete, ¿sí? —Los ojos se me llenaron de lágrimas nuevamente, pero esta vez no fue por miedo, fue por dolor.
—¿Esos hijos de puta te lastimaron? —gruñó, sus manos recorrieron mi cuerpo hasta llegar a mi estómago, donde mis dedos se encontraban presionando con fuerza—. ¿Es tu estómago?
No le respondí, tratando de controlar mi respiración.
De un momento para otro, pasó una de sus manos por mi espalda y la otra debajo de mis rodillas, alzándome.
—¿Qué…?
—Vamos al hospital —declaró, con la mandíbula apretada.
—¡No, al hospital no! —respondí con rapidez. No podía ir allí, no tenía para pagarlo y mi seguro era el de la compañía de mi padre, la cual quebró.
—Charlotte, ni siquiera puedes mantenerte en pie —habló con fuerza, su ceño fruncido en su máximo esplendor.
—Solo necesito ir a casa —hablé con determinación, descansando mi mejilla contra su hombro.
—¿Estás demente?
—Solo llévame a casa, Frederick, por favor —gemí, sintiendo como ardía mi estómago en si—. Solo necesito descansar.
Maldijo, introduciéndome en su vehículo. Miré por la ventanilla. A lo lejos, del otro lado del callejón, había otra persona tirada en el piso. Parecía ser el imbécil que me reconoció en el bar.
¿Qué le pasó?
Antes de poder hacer la pregunta, arrancó.
Me retorcí en el asiento del copiloto mientras él conducía. Estaba tan concentrada en el dolor que no me fijé en el momento que llegamos al edificio donde vivía.
—Pero… yo no te dije donde vivía —Fruncí el ceño.
El parpadeó, mirándome con impresión.
—Sí, si lo hiciste.
—No, no lo hice.
—¡Por supuesto que sí, Charlotte! Deja de discutir por estupideces —Salió del auto, tirando la puerta.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La amante secreta de mi exesposo