—¡Luna! ¿Qué estás haciendo? —gritó Úrsula, atónita—. ¡La abuela es tu madre! Si llamo a una ambulancia, todavía podría salvarse. ¡Si perdemos más tiempo, morirá de verdad!
—Si se murió, pues qué bueno —soltó Luna con una carcajada despectiva—. Una vieja inútil que solo estorbaba. ¡Un problema menos!
¡Todos muertos! ¡Qué maravilla! Por fin podía dejar de fingir. A partir de ese día, haría lo que le diera la gana.
Luna no le tenía el menor miedo a Úrsula. La puerta estaba cerrada, nadie de afuera podía oír nada, y las únicas personas que podían ayudar a esa mocosa ya estaban muertas. ¿De qué debía preocuparse? ¿Acaso una campesina ignorante podría darle la vuelta a la situación? Imposible. Ahora, Úrsula estaba a su merced. Se encargaría personalmente de que pasara el resto de su vida en la cárcel.
¡Qué satisfacción tan inmensa! Llevaba años interpretando el papel de hija devota ante esa vieja decrépita. Estaba harta. A partir de ahora, el escenario era todo suyo.
—Fuiste tú, ¿verdad? —dijo Úrsula, levantando la vista. Sus ojos, enrojecidos por el llanto, reflejaban un profundo dolor—. Mis sospechas eran ciertas. Tú planeaste el accidente de hace veinte años. Tú nos separaste a mis padres y a mí. Tú ordenaste que me abandonaran. Tú envenenaste a mi padre. Y la desaparición de mi madre también tiene que ver contigo. Tu único objetivo era apoderarte legalmente de toda la fortuna de la familia Solano.
—Sí —admitió Luna, sin necesidad de seguir ocultándose ante dos muertos y una víctima indefensa—. Tienes razón, todo lo hice yo. El accidente fue idea mía. Fiona fue una pieza que yo coloqué junto a tu madre para acabar con ustedes tres. Álvaro fue envenenado porque yo mandé añadir una hierba a su medicina. Y por si te interesa, las jaquecas crónicas de esa vieja también fueron obra mía. ¿Te sorprende?
Una sonrisa de triunfo se dibujó en su rostro.



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