El vuelo duraría tres horas y media. Despegaron a la una de la madrugada y la llegada estaba prevista para las cuatro y media.
Úrsula se recostó en el sillón de masaje reclinable y se quedó dormida. No supo cuánto tiempo pasó, pero al abrir los ojos, preguntó adormilada:
—Papá, ¿aún no hemos llegado?
—Apenas ha pasado una hora —respondió Álvaro, arropándola con la manta—. Sigue durmiendo.
¿Solo una hora? Le pareció que había dormido una eternidad.
—¿Y tú no duermes?
—Acabo de despertar.
—Ah —asintió Úrsula—. Entonces seguiré durmiendo.
—Descansa.
Mientras su hija volvía a dormirse, Álvaro miró por la ventanilla, con una expresión indescifrable. Recordó muchas cosas del pasado. Quizás, desde el principio, Andrés Solano se había equivocado. El destino de Pedro estaba inevitablemente ligado a los errores de su padre.
Pasaron otras dos horas. El avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Villa Regia. El chófer de la familia Solano ya los esperaba. Apenas bajaron, se subieron al carro y se dirigieron al Hospital Central.
A las cinco de la mañana de un día de principios de verano, el cielo ya empezaba a clarear.
—Miguel Ángel, más rápido, por favor —apremiaba Álvaro al conductor.
—Sí, señor.
A las cinco y veinte llegaron al hospital.
Pedro ya estaba vestido con el traje mortuorio. Marcela y Marcos velaban junto a la cama. Al ver entrar a Álvaro y a Úrsula, Marcela se acercó llorando.


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