—La niñera dijo que la Señorita Linares se fue al hospital por la mañana temprano —explicó el guardaespaldas.
—Ah —respondió Abel.
«No me extraña que antes no escuchara nada en su habitación. Creía que seguía molesta conmigo».
Se quedó pensativo un momento antes de acercarse a la caja del desayuno que el guardaespaldas tenía en las manos.
—Deja que yo la entregue.
El guardaespaldas entregó las cajas a Abel. En la sala de la Unidad de Cuidados Intensivos, Evaristo ya se despertaba, pero su rostro seguía pálido. Inhaló el agua sucia del estanque y sus pulmones tenían una infección. Emma le administró de forma discreta varias inyecciones, que lo hicieron sentirse mucho mejor.
—Mami. —Con lágrimas en los ojos, Evaristo tomó las manos de Emma—. Siento preocuparte.
—No digas eso, mi bebé. —Emma le puso un dedo sobre los labios. Parecía a punto de sollozar—. Me alegro de que estés bien. Estuve a punto de perderte.
—Ya me siento mucho mejor. —Evaristo limpió las lágrimas de los ojos de Emma—. Me quedaré cerca de ti para que no tengas que preocuparte más por mí.
—Mm. Eres un buen niño, Astro.
Emma asintió y luchó por contener las lágrimas. Para ella, Sol, Luna y Astro lo eran todo. Solo sería feliz si los tres niños lo fueran. La puerta de la sala se abrió. Evaristo levantó la mirada por encima del hombro de su madre y vio a Abel.
—Papi...
—¿Por qué estás aquí? —dijo Emma con frialdad, sin voltear—. ¿No te dije que no entraras en la habitación cuando yo estuviera cerca?
Abel se dio cuenta de que Emma lo confundió con Adrián.
—¡Ejem!, soy yo.
Emma se sorprendió al escuchar esa voz. Giró la cabeza.
—¡Es usted! —Emma se levantó—. Lo siento, Señor Rivera.
—El desayuno. —Abel mostró las dos cajas que tenía en la mano—. Compré una para ti y otra para Astro.
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