April parpadeó confundida.
—¿Qué…?
—Los bebés vienen demasiado pronto y uno de ellos está en una mala posición. Si no los sacamos ahora, corremos el riesgo de que sufran daño.
Su respiración se agitó.
—No… yo… —sollozó, sintiendo el terror trepar por su espalda—. Tengo miedo.
La doctora la miró con compasión.
—Entiendo que esto es difícil, pero sus hijos la necesitan fuerte.
April cerró los ojos con fuerza, sintiendo que su mundo se desmoronaba.
No podía fallarles.
Ellos eran lo único que tenía.
Apretó las sábanas de la camilla con desesperación.
Y entonces, con un susurro tembloroso, dijo lo único que podía decir.
—Háganlo… pero por favor, salven a mis bebés.
El frío de la sala de operaciones la envolvió como una niebla helada.
Las luces blancas le lastimaban los ojos. Su cuerpo temblaba de miedo.
—Le pondremos anestesia raquídea. No se preocupe, no sentirá dolor.
April apenas asintió, incapaz de hablar.
Su respiración era irregular. El miedo la sofocaba.
Pero tenía que ser fuerte. Por ellos.
El equipo médico comenzó la cirugía.
April sintió presión en su abdomen. No dolor, pero sí la sensación de que su cuerpo estaba siendo manipulado.
Su mente se nubló. Pensó en Logan.
«Si él supiera que sus hijos estaban naciendo en ese momento… ¿Le importaría? ¿O seguiría disfrutando de su vida de lujos, sin siquiera imaginar que ella estaba luchando sola por traer a sus hijos al mundo?»
Un sollozo quedó atrapado en su garganta.
No podía pensar en él.
No más.
—El primer bebé está fuera. ¡Es un niño!
La voz del médico la sacó de sus pensamientos.
Un llanto débil resonó en la sala.
April sintió que su alma abandonaba su cuerpo.
Era su hijo.
—El segundo bebé… aquí viene.
Otro llanto.
—Es una niña —escuchó April. El tercero… ya casi…
Y finalmente, otro pequeño sollozo invadió la sala. Era otro varón.
April sintió las lágrimas correr por sus mejillas.
Había valido la pena.
Lo había logrado.
—Son pequeños, pero son fuertes —dijo el médico con voz alentadora—. Los llevaremos a la incubadora.
April intentó verlos.
Intentó moverse, levantar la cabeza… pero el agotamiento la venció.
Su vista se oscureció.
Sus bebés estaban vivos… pero su lucha apenas comenzaba.
****
Al día siguiente. El hospital olía a desinfectante y tristeza.
April permanecía sentada en una silla incómoda, al otro lado del cristal de la unidad de neonatos, contemplando a sus bebés en las incubadoras. Eran tan pequeños, tan frágiles.
Sus manitas apenas parecían del tamaño de su pulgar, sus pechos diminutos subían y bajaban con esfuerzo al respirar. Eran una prueba de lucha y resistencia.
Pero ella no sabía cuánto más podría resistir.
El hospital ya le había advertido: debía cancelar el costo de mantener a sus bebés en las incubadoras.
No tenía dinero.
Y si no pagaba pronto, tendría que buscar otro hospital, y sus bebés podrían no recibir los cuidados adecuados.
April sintió las lágrimas ardiendo en su garganta, pero se obligó a tragarlas. No podía permitirse el lujo de llorar.
—Siguen luchando… —susurró para sí misma, apoyando una mano temblorosa en el vidrio—. Y yo tengo que hacerlo también.
Pero ¿cómo?
¿Cómo seguir luchando cuando el mundo entero parecía empeñado en verla caer?
****
Nathan Callahan caminaba con paso firme por el pasillo del hospital, acompañado por el director de la institución.
—El donativo que ha hecho ayudará a cubrir los tratamientos de muchos niños prematuros, señor Callahan —dijo el director con respeto—. No sabe cuántas vidas cambiará con su generosidad.
Nathan asintió sin responder. No hacía donaciones por gratitud.
El dinero nunca le devolvió lo que había perdido.
Ni todo el oro del mundo pudo salvar a su hermana menor.
Sus pasos lo llevaron hasta la unidad de neonatos.
Se detuvo un momento, observando el área a través del cristal. Los bebés en incubadoras parecían diminutos, frágiles, aferrándose a la vida.
Fue entonces cuando la vio.
Una mujer de espalda delgada, con el cabello recogido en un moño descuidado. Se veía agotada, casi consumida.
Pero lo que más lo impactó fue su expresión.
Dolor. Desesperanza.
Por un instante, sintió un golpe en el pecho.
Esa mirada… no le era ajena.
Había visto la misma sombra en los ojos de su hermana en sus últimos días.
Nathan entrecerró los ojos y exhaló lentamente.
Todo en su cabeza le decía que no tenía por qué involucrarse. No era su problema.
Pero algo dentro de él le dijo que no debía ignorarla.
Así que, sin pensarlo más, se acercó.
—No es bueno llorar en silencio, señorita. La tristeza pesa menos cuando se comparte.
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